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Por Anette Espinosa ()
La Habana.- Han transcurrido días de lucha infructuosa contra las palabras. Cómo escribir sin que la tinta se tiña de la impotencia, la rabia lacerante y la tristeza profunda que provoca una verdad insoportable: en Cuba, un joven permanece como prisionero político y cumple 36 días en huelga de hambre. Su cuerpo se extingue lentamente, no solo por la falta de alimento, sino por la desidia colectiva. Su muerte será, si ocurre, un homicidio social perpetrado por todos aquellos que prefieren virar la cara, consolándose con la ingenua y cobarde idea de que es el problema de otro.
Pero en la ecuación deshumanizadora del totalitarismo, ese «otro» es un espejismo. El «otro del otro» puedo ser yo, puedes ser tú. Es la lección más brutal de un sistema que disuelve los derechos individuales: la indiferencia hoy sella el destino ajeno, pero mañana certificará el nuestro. Duele reconocerlo. Duele y, en un acto de honestidad brutal, causa un asco terrible. Asco hacia una parte de este pueblo, adormecido y amedrentado, que Dios perdone la crudeza, por cuya cobardía funcional el régimen se perpetúa.
Resulta particularmente nauseabundo el contraste selectivo de la solidaridad. Mientras por algunas figuras se alzan cadenas de oración y peticiones de justicia global, este joven con principios morales se consume en el anonimato forzado de una celda. Pareciera que la causa de un artista resonante es más digna que la de un ciudadano común cuyo único delito es disentir. Esta jerarquía del dolor no es casual; es el síntoma de una sociedad a la que se le ha robado hasta la capacidad de priorizar su propio honor.
Dejaremos que este joven muera porque, como colectividad, hemos perdido el valor elemental para defender a nuestros hijos. Elegimos, en su lugar, la simulación de marchas estúpidas por «no perder el trabajo», canjeando nuestra dignidad por unas migajas que el poder nos arroja. Por esa transacción miserable, merecemos los salarios de miseria que nos dejan en la indigencia, merecemos cada apagón que nos hunde en la oscuridad y, que Dios me perdone de nuevo, merecemos incluso la epidemia de un colapso que nosotros mismos, con nuestro silencio, alimentamos.
Ante el tribunal final de la historia y de la propia conciencia, no habrá lugar para excusas. Quienes hoy profesan una fe y permanecen en silencio son los hipócritas contra los que advirtieron los textos sagrados. Las principales religiones tienen un mandato irrevocable: pedir por los presos, las viudas y los huérfanos. Quien se dice creyente y no clama por la libertad inmediata de los presos políticos y de conciencia, no solo traiciona a su prójimo, sino que mancilla las enseñanzas que dice defender.
Este joven aún tiene una oportunidad, que es la misma que tenemos nosotros para redimirnos. Su vida pende de un hilo, pero también nuestra humanidad colectiva. No puedo seguir escribiendo desde el dolor, pero dejo esto por escrito como una acusación y una súplica. Algún día, quizás, este joven, su esposa y sus hijos puedan encontrar en su corazón el perdón para una nación que los abandonó. Un perdón que, hay que admitirlo, no merecemos. La cuenta pendiente no es solo con el régimen, sino con nosotros mismos.