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¿Quiénes son los millonarios en la isla del Azar?

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Por Jorge Sotero ()

La Habana.- Allá, en ese mundo nebuloso que existe más allá de las aguas territoriales cubanas, la riqueza es una posibilidad tan vulgar y democrática que hasta resulta ofensiva para las mentes bienpensantes. Un campesino, con la simple y llana suerte de tropezar con un yacimiento de algo valioso en sus tierras, puede ver su destino transformado.

Otro, mediante el sudor de su frente —una idea tan trasnochada como eficaz—, contrata manos, multiplica sus ganancias y, hete aquí, se convierte en un magnate. El deportista, el cantante o incluso el escritor de moda completan ese cuadro de movilidad social capitalista, donde la fortuna parece brotar de fuentes tan diversas como impredecibles. Es el sueño perverso de salir de la nada para acabar teniéndolo todo, un relato del que, nos aseguran, hay millones de ejemplos.

En Cuba, sin embargo, la casualidad —o más bien, la mano visible de la diosa Fortuna, que aquí viste de verde olivo— ha decidido ser infinitamente más selectiva. La regla es simple, elegante en su brutalidad: todo aquel que intente sacar la cabeza por encima del surco colectivo, se la cortan.

No es una metáfora. Es la política agraria del régimen hacia el éxito individual. Mientras el cubano de a pie juega a la lotería de la libreta de abastecimiento -que, por cierto, ya no sirve para nada-, hay una lotería mucho más exclusiva, cuyos boletos no se venden en ningún puesto de la esquina, sino que se heredan o se otorgan por servicios prestados a la dinastía.

El clan Castro

Los millonarios, esa especie endémica y protegida, son un catálogo cerrado. Se puede contar con los dedos de una mano, y el 99 por ciento de ellos responde a apellidos conocidos o a vínculos que huelen a cera de oficina política y rancio privilegio.

Los hijos del Comandante, por ejemplo, han sabido navegar las procelosas aguas del «período especial» hacia puertos de una opulencia que haría palidecer a cualquier magnate capitalista. Mariela Castro, desde su nicho institucional, como hija de Raúl, desde una discreción más opaca, son ejemplos de esa nueva aristocracia revolucionaria. No digamos ya de Raúl Guillermo, el llamado Cangrejo, cuyo curioso mérito para acumular fortuna parece haber sido el de escoltar a su abuelo.

El olimpo económico no estaría completo sin los emprendedores de nuevo cuño, aquellos que descubrieron su vocación mercantil tras una vida de consignas. Alex Castro, el fotógrafo hijo de Fidel, cambió el objetivo de su cámara por los fogones de un restaurante, un giro profesional tan inesperado como lucrativo.

Sandro, el dueño del bar EFE, demuestra que hasta la cultura del cocktail puede ser un negocio floreciente si se tiene el apellido o el contacto adecuado. Y en el colmo del cinismo, la familia se internacionaliza con Paolo Titolo, el yerno italiano de Raúl y esposo de Mariela, quien, curiosamente, tejía relaciones con extranjeros cuando ese mismo acto era, para el cubano común, un delito contra la patria. La revolución, al parecer, también concede permisos de importación para maridos.

Los ricos ‘revolucionarios’

Y no podemos olvidar a los históricos, los leales de la primera hora que han sabido conservar su sitio en el reparto. Ramiro Valdés, el eterno superviviente, el hombre que ha estado en todo desde el Gramma, es otro de los nombres que integran este exclusivo club. Su fortuna, acumulada en las sombras del poder durante seis décadas, es la prueba viviente de que la fidelidad al régimen es, quizás, la inversión más segura y rentable en la Isla.

Así pues, en Cuba existe un camino hacia la riqueza. No es el trabajo duro, ni el talento excepcional, ni la suerte del buscador de tesoros. Es un mapa que solo circula en los pasillos del poder, un manual de instrucciones escrito con tinta invisible que solo pueden leer los hijos, los nietos, los yernos y los camaradas de toda la vida.

El sueño del millonario hecho a sí mismo es, en la tierra de los Castro, una pesadilla para cualquiera que no lleve su sangre o su firma en el carnet. El resto, la inmensa mayoría, sigue esperando su turno en una cola interminable, mientras contempla, desde la acera, el desfile de los ricos y revolucionarios.

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