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Por Albert Fonse (9

Desde el punto de vista biológico, el ser humano es un organismo vivo altamente desarrollado, con un cuerpo formado por órganos y sistemas que funcionan en equilibrio. Pero lo que nos hace únicos no es solo el cuerpo, sino la mente. Tenemos memoria, emociones, imaginación y pensamiento racional. Sabemos que existimos, y por eso buscamos sentido. Esa conciencia es lo que nos diferencia del resto de las especies. Somos capaces de decidir, no por instinto, sino por reflexión.

La filosofía ha defendido esta idea durante siglos. Aristóteles decía que el ser humano es un “animal racional”, es decir, que su capacidad de razonar es su esencia. Descartes sostuvo: “Pienso, luego existo”, haciendo del pensamiento la prueba de nuestra existencia. Kant advirtió que todo ser humano es un fin en sí mismo, nunca un medio para los fines de otros. Estas ideas nos recuerdan algo fundamental: ningún poder tiene derecho a usar al ser humano como instrumento. Pensamos, elegimos, actuamos. Somos responsables de nuestras decisiones y, por tanto, merecemos vivir con libertad y respeto.

En la Biblia, se afirma que el ser humano fue creado a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:27). Eso significa que llevamos en nosotros algo divino: conciencia, razón, alma. También se nos dio libre albedrío, la capacidad de escoger entre el bien y el mal. En Deuteronomio 30:19, Dios dice: “Te doy a elegir entre la vida y la muerte… escoge la vida”. Esa libertad no es simbólica, es real. No fue entregada al Estado ni al Partido. Nos pertenece. Nadie tiene autoridad moral ni espiritual para anularla.

El castrismo ha borrado la individualidad

Después del nazismo y el comunismo, el mundo entendió que el poder sin límites puede convertir al ser humano en un número o una herramienta. Para evitar que eso volviera a pasar, en 1948 nació la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Allí se reconoce que todas las personas nacen libres e iguales, con derechos a expresarse, a creer, a trabajar, a opinar, a organizarse y a vivir sin miedo. Esos derechos no dependen del gobierno de turno, ni se pueden suspender con una orden. Son universales, porque protegen lo que somos.

En Cuba, la dictadura ha destruido esa verdad. Durante décadas, ha despojado al cubano de su libertad de conciencia, de su derecho a disentir, de su dignidad como ser humano. No se trata solo de hambre o apagones. Se trata de que el régimen ha querido moldear un pueblo obediente, incapaz de pensar por sí mismo. Ha borrado la individualidad, ha castigado la fe, ha perseguido al que habla. Ha intentado matar no solo cuerpos, sino espíritus. Ha degradado al cubano hasta convertirlo en engranaje de una maquinaria que no le permite ser persona.

Por eso, ha llegado la hora de levantarse. De exigir no solo comida o salario, sino algo más profundo: respeto por nuestra humanidad. Somos seres pensantes, con libre albedrío, con conciencia. Nadie puede dictarnos cómo vivir o en qué creer. Hoy, salir a la calle no es solo un acto político: es un acto humano. Es recordar que nacimos libres y que lo seguiremos siendo, aunque quieran borrarlo.

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