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Por Oscar Durán Antúnez

La Habana.- Son las 10:37 de la noche y mi madre duerme. Dijeron que la corriente no se iba, pero aquí estamos, en medio de un apagón. Le alumbro la cara con la linterna del celular y cuento ocho mosquitos dispersos entre la frente, los cachetes y la nariz. Mi madre duerme placenteramente, no siente ni los picazos. Ha pasado tanto que dormir con calor y mosquitos no es problema para ella. 

Me quedo acostado a su lado y tomo la mano izquierda, una mano cansada, arrugada y bastante desgastada. Mañana es el día de las madres y Ernestina Antúnez Ríos cumple 79 años. Mi madre. Mi reina. Mi pura.

La vieja ya no es la misma. Se va consumiendo poco a poco dentro de tanta miseria y desgracia. De un metro y cincuenta centímetros de altura, ha pasado a medir cuatro centímetros menos. Pobrecita. Lleva a sus espaldas una vida muy fuerte. Hoy mismo, por ejemplo, solo quedaba un huevo para la comida y éramos tres en la mesa, contándola a ella. Mi hermano y yo nos miramos porque Ernestina puso el revoltillo en el medio de los dos: “eso es para ustedes, yo no quiero. Me siento un poco mal y no tengo apetito”, dijo.

Mentira, mi madre sí tiene hambre, pero sus hijos están por encima de todo. Incluso, hasta de su propia hambre.

Mañana domingo mi mamá irá  a rezar a la iglesia del pueblo, porque la iglesia son sus fieles, dice la biblia, y mami le perdió la fe a todo, menos a su Virgencita de la Caridad. Mi madre le perdió la fe al gobierno, a sus dirigentes, al revendedor del arroz de donaciones, a su peluquera, al ponchero, a Murillo, al yate Granma, al tren Habana-Manzanillo, al pan, los mandados, a acueducto, a Oficoda, al dólar, a los youtubers, a Juventud Rebelde. A todo. Siempre lo vive diciendo: “asco siento por este país”. Pero ella es minoría para andar derrumbando dictaduras.

Las madres cubanas no merecen la vida de mierda que llevan. Muchas se quedaron solas y ahora mismo están encerradas dentro de cuatro paredes destartaladas, echándose fresco porque no pueden dormir del calor. 

Ni aunque mandes cien o mil dólares mensuales, el dolor de tu vieja va a pasar. Ni el tuyo tampoco. Ya conociste Miami, Orlando, Kentucky, New York, pero sientes que no eres feliz. Eso mismo le pasa a tu madre. Y lo sufre demasiado.

Por eso, grábenselo bien, el sentimiento de un hijo hacia una madre no puede ser solamente el cariño o el amor. Hay una palabra por encima de todo: deuda. Ni en ocho vidas la pagamos. 

Aquí ya es domingo, 12 de mayo de 2024. Acaba de venir la luz. Mi madre no se despierta. Le doy un beso en la frente y me paro a apagar el bombillo amarillo. Antes de eso, leo por enésima vez la frase que mi vieja escribió en su cuarto hace más de 20 años:

“La austeridad con que el pastor predica, a veces concuerda con la austeridad a la que obliga la pobreza”.

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