
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Padre Alberto Reyes ()
Camagüey.- De entre el hermosísimo entramado de metáforas del Génesis, emerge la del árbol del bien y del mal, la advertencia de que, en esta vida, existen límites, límites establecidos por el que nos creó y, por tanto, nos conoce.
Frente a este hecho, surge la invitación a la transgresión, animada por una falsa promesa: “Serás como Dios”. En otras palabras, ¿por qué tiene que ser Dios el que establezca los límites?, ¿por qué tiene que ser Dios el que decida lo que está bien y lo que está mal? ¿Por qué no puedo establecer yo los límites del bien y del mal? ¿Por qué necesito “contar con Dios”?
Esa fue la tentación primera, y esa sigue siendo la ilusión acariciada por el ser humano: prescindir de Dios, construir un paraíso propio sin la intervención de Dios, a pesar de que la historia ha demostrado una y otra vez cómo todo paraíso que excluye a Dios termina siendo cárcel, dictadura y opresión.
Cristo viene a dar testimonio de una vida centrada en la fidelidad a la voluntad del Padre y, desde ese testimonio, invita a construir la vida desde la búsqueda serena del modo de mirar de Dios.
Por eso el Evangelio de hoy transcurre entre dos escenarios: el interior de la casa, donde está Jesús reunido con aquellos que han ido a escucharlo, a intimar con él; y los que se quedan fuera, aquellos cuya actitud no es la de escuchar a Jesús sino la de cuestionarlo, y al hacerlo, lo encuentran loco o endemoniado.
“La madre y los parientes de Jesús”, mencionados por este Evangelio, no se refieren a la Virgen María, cuyo nombre, de hecho, ni se menciona. Es una referencia al pueblo de Israel, que es incapaz de entrar en esa dinámica de “mirar a Dios” para, desde esa mirada, entender y construir la propia vida.
Jesús, de hecho, no sale a verlos, porque no es el Evangelio el que tiene que cambiar para adecuarse a este mundo, es el mundo el que tiene que aprender a existir desde el Evangelio.
Es una contradicción la mentalidad de aquellos que dicen: “Soy cristiano a mi manera”, porque eso significa que creen en Dios, creen en Cristo, pero a la vez consideran que ni Dios ni su Hijo Jesucristo tienen por qué ser el punto de referencia de sus decisiones.
Aprender a vivir y a elegir desde lo que, como dice san Pablo, es “verdadero, respetable, justo, puro, amable, virtuoso…” no es lo más fácil y, evidentemente, no es “lo que más vende”.
Tejer la propia vida desde Dios, a través de esas decisiones cotidianas que nos van dando una identidad, no siempre es fácil porque no es algo que pueda improvisarse. Es el resultado natural de un paso previo mostrado por el Evangelio de hoy: darnos tiempos para “estar” con Jesús, para confrontar nuestra vida con su Evangelio, y asumir la sabia humildad de preguntarnos siempre: “Tú, Señor, ¿qué quieres que haga?”