Por Reynaldo Medina hernández ()
La Habana.- La crisis alimentaria en Cuba tiene, por un lado, una libreta de racionamiento devaluada y moribunda, por el otro, un Gobierno incapaz de garantizar su surtido, y en medio, un pueblo desesperado por ver qué pone a la mesa. Las autoridades se lamentan, sobran argumentos y justificaciones y se presentan como víctimas, por asumir “tan alta responsabilidad”. Si las escuchas, te solidarizas y hasta les das la razón. Pero no es tan sencillo.
Ningún Gobierno del mundo (ni el de Cuba antes del 59) es responsable de poner los alimentos en la mesa de sus ciudadanos; pero tampoco ninguno (excepto el cubano), decide qué, cuánto y cuándo se come en el país.
Aquí existía una amplia red de almacenes, bodegas, tiendas, restaurantes, fondas, cafeterías y puestos callejeros. Los propietarios garantizaban su abastecimiento, el flujo productores-vendedores-consumidores funcionaba. Cada familia, según sus recursos, compraba lo que necesitaba (o podía).

¿Qué pasó entonces? El Gobierno lo expropio todo y se convirtió en el único dueño-productor-distribuidor. Al hacer eso, contrajo la obligación de garantizar todo lo necesario para vivir. Durante años no hubo alternativa a “la libreta”, excepto el contrabando (aún no se le llamaba mercado negro). Con los años surgieron, pero nunca al alcance de todos: mercado paralelo (mercaditos), mercado libre campesino (en sus varias temporadas), tiendas en CUC o MLC, cuentapropistas, mypimes, han sido espejismos y solución de pocos.
Y hemos tenido que renunciar cada vez a más, desde platos exóticos (langosta, camarón, calamar), elementales (pescado, carne de res, de cerdo), hasta básicos (arroz, frijoles, viandas, hortalizas, frutas, huevos, café, porque ya ni las míseras cuatro onzas mensuales, e imprescindibles (leche, ¡pan!).
Ni hablar de dulces, galletas, caramelos, jugos, refrescos, cervezas, maltas, ron. Sin mencionar electricidad, paseos, entretenimientos, fiestas familiares. ¿A qué más tenemos que renunciar? ¿Qué sigue?
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