Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Por Luis Alberto Ramirez ()
MIami.- Las recientes declaraciones de Sandro Castro, quien pidió públicamente la pena de muerte para Alejandro Gil, han destapado un nuevo capítulo en el absurdo político cubano. El nieto del dictador, sin cargo oficial, sin acceso legal al expediente y sin autoridad alguna, exige la máxima sanción como si el país fuera una finca privada donde las pasiones dinásticas sustituyen el debido proceso.
Al mismo tiempo, la hermana del exministro reconoce que Miguel Díaz-Canel estaba “al margen” de lo que ocurría con Gil. Si es cierto, entonces la isla está gobernada por un presidente que no se entera ni de lo que pasa en su propio gabinete. Y si no es cierto, es aún peor.
Lo que debía ser un proceso judicial se ha transformado en un espectáculo grotesco, donde el linchamiento público, las contradicciones y los rumores pesan más que la institucionalidad. ¿Qué tipo de gobierno es este en el que un miembro de la familia Castro dicta sentencias en redes sociales, mientras el “presidente” parece enterarse de los sucesos por terceros? Cuba luce, más que un Estado, una casa enredada en discusiones familiares donde los rencores sustituyen las leyes.
La escena es reveladora: por un lado, la voz airada de la descendencia real exigiendo muerte; por el otro, un jefe de Estado que, según los cercanos al acusado, estaba totalmente desinformado de lo que tramaban sus propios subordinados. No hay coherencia, no hay instituciones, no hay mecanismos de control. Solo hay impulsos y silencios. La justicia, si puede llamarse así, nace de una perreta familiar y no de un tribunal soberano.
Esta crisis, más que jurídica, es política y moral. Muestra quién manda realmente en Cuba, y no es Díaz-Canel, quién decide quién cae en desgracia, quién se salva y quién se sacrifica para calmar frustraciones internas. Alejandro Gil, cuya gestión económica fue un desastre monumental, no cayó por incompetencia, sino por convertirse en el chivo expiatorio perfecto para una élite incapaz de asumir responsabilidades.
La contradicción entre un nieto furibundo que exige muerte y un presidente que “no sabía nada” define el verdadero funcionamiento del sistema: un gobierno que no gobierna, una familia que ordena y un país que padece. Todo envuelto en el chisme, la improvisación y el descontrol institucional.
Si algo deja claro este episodio es que en Cuba no existe un Estado de derecho, ni separación de poderes, ni liderazgo real. Lo que existe es un drama familiar convertido en política de Estado, donde la vida de un imputado, culpable o no, se decide entre resentimientos y conveniencias, no entre leyes y evidencias.
El caso Gil no es el fin de una era. Es la confirmación de lo que siempre fue: un país secuestrado por una dinastía que confunde el poder con la sangre, el Estado con su herencia y la justicia con su rabia y odio a los cubanos.