Por Carlos Cabrera Pérez
()Madrid.- Fernando Buján González fue matemático antes que Babalawo y la exactitud de la ciencia la aplica a la oculta, con profundo conocimiento religioso, sin dogma y conversando de daños terribles y salvaciones, con la misma parsimonia con la que da agua al dominó en su rincón madrileño.
La segunda edición de su libro La Cuba mágica es un paseo por el espiritismo, los orishas y la bondad porque el autor solo concibe a Ifá y sus caminos como un legado bondadoso de sus pioneros, alejado de los excesos retoricos y mercantilistas de esa Habana empobrecida y repleta de adivinos de la nada.
El libro está escrito con la sencillez del maestro que ilumina, con rigor y afecto; alejándose de los varios intentos frecientes de la literatura bruja cubana, donde el autor pretende demostrar que sabe, pero solo consigue atropellar al lector novicio y alejar al experimentado, ya antes curtido por Lydia Cabrera, Fernando Ortiz o Rómulo Lachatañeré, del que apenas se habla; aunque resulta imprescindible.
La virtud del libro de Fernando es que recrea el mito con historias de gente común y atravesada por el animismo, en ese perpetuo cruce de caminos que son la Regla de Ocha y el Palo Monte, diferentes en fondo y formas, pero asentados en Cuba que -junto con Brasil- fue la ñultima nación de América Latina en abolir la esclavitud.
Elegir siempre es angustioso, pero no se pierdan a la cartomántica española Nico, trasladada a Cuba por obligaciones docentes de su marido, en 1867; un año antes del Grito de Yara, y su casona de la calle Peñalver, poblada de espíritus, donde consultaba, tras debutar en Madrid con enorme resonancia.
Andresito, «un blaquito revirao del barrio de Jesús María», diestro con la navaja y labia para enamorar mujeres, malogró un colchón con su sangre, tras recibir dos tiros debajo de la ducha; mientras su madre, Lucia, dormía la siesta en la sala, con la puerta abierta de par en par.
Su padre Changó lo matará como a un pollo, había advertido una santera de Párraga a Lucía, a quien solo saludó, tras el discurso del espíritu, que se había apoderado de ella, nada más ver asomar a la madre de Andresito en el umbral.
El propio autor es personaje del libro, en trance migratorio, que aún no había asumido, pero que el negro Francisco emergió de entre las plantas y cuadros del Jardín Celeste (casa habanera de Yoni Ibánez), avisándole que su tiempo en Cuba se acababa.
El tributo al venerable palero Fermín, que enseñó a Fernando a sentir, a reconocer señales, a oler, a degustar, a palpar, a no adelantarse y, sobre todo, a no juzgar. Todos atributos en clave de iniciado.
La jicotea negra de María del Carmen, que irrumpe en el portal de su ama, casi al unísono que una pareja angustiada por la ausencia repentina de una hija, encontrada por la negra de andar torpe y boca de aguardiente, que la localiza en casa de unos parientes en el campo, donde se ha refugiado por el encabronamiento repentino.
En fin, un paseo literario por las vicisitudes humanas que, a veces, se alivian o superan con tres ceremonias: una en casa del afligido, otra en la del sacerdote y la tercera, la de la vencida, en lo alto de una loma, de la que luego debe volverse a casa del santero para hacer un ebbó de tablero…
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