
Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter
Por Jorge Sotero
La Habana.- Marino Murillo, según una amiga que trabajó con él, es un hombre muy inteligente. Dice ella que se dejó usar por la dictadura, por Raúl Castro, porque le convenía, porque de gordito pesado en la escuela, se convirtió de pronto en figura política importante, incluso con puesto en el Buró Político y rango de vicepresidente.
Para mí fue un bufón más, uno que la familia Castro mandó al ruedo para que dijera cosas que él estaba seguro de que no eran así. Y pasó lo de siempre, lo que defendió con tanto ardor no ocurrió, y los Castro, que también Díaz Canel, le pasaron la cuenta, como hicieron con tantos otros a lo largo de esta historia.
Murillo solo fue la cara, la imagen del desastre, como lo es ahora Alejandro Gil, quien tiene las horas contadas al frente del ministerio de Economía, porque lo que está ocurriendo no lo arregla nadie, y mucho menos si tienes las manos atadas, y te obligan a medir muy bien cada palabra.
Murillo fue un bocazas. Habló mucho. Dijo aquello de que el salario tenía que dar para comprar la canasta básica -la de verdad, no la mierda que venden en la bodega-, para reparar tu casa, ir a un hotel y tomarte unas cervezas. Lo dijo él, y resultó ser que el salario no da ni para las cervezas.
Él, amigo Oscar Durán, tiene culpas, pero no le dio la estocada final a la economía. A Cuba, todas las estocadas se las dieron los Castro, desde el mismo momento en que nacionalizaron todo, lo centralizaron, y luego dejaron destruir las industrias y perderse los campos. El golpe final se lo dio Fidel Castro el día que decidió acabar con los centrales, vender médicos y hacer hoteles para hacer reflotar al país.
Murillo es un pesado, empalagoso, de esos gorditos que en la escuela le mojaban la oreja y le metían galletas. Por eso nunca tuvo valor pare rebelarse y decir que se oponía a algo. Y por eso carga las culpas. Nada más.