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MEMORIAS DE UN NIÑO RARO

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Por Renay Chinea ()

Barcelona.- Todos mis hermanos eran mayores y eran muchos. Y allá iba yo detrás de ellos con mil preguntas cada día. Pensaba que como eran más grandes sabían mucho. Un amigo babalawo me dijo años después que lo habíamos aprendido de los africanos: tener éxito es tener mucha vida, medida en años, medida en días, en horas… y al final, convertida en sabiduría.
—¿Y que hay en aquella colina azul que se ve a lo lejos por donde sale el sol? — Y se reían.
—¿Pero qué te importa lo que hay allí? ¿Por qué te llaman la atención esas cosas?
Comprendo ahora lo raro que yo les resultaba.
Era menudo, tímido y leía libros. De pequeño sufrí asma y para evitar los resfriados, mi madre hacía todo lo posible por mantenerme pegado a sus faldas y casi siempre terminaba instándome a que leyera los libros de texto que traían mis hermanos de la escuela. Ellos nadaban en los ríos, trepaban árboles y podían hasta enyugar los bueyes. Yo, leía unas tras otras las lecciones que en esos libros encontraría en el mismo colegio años después. Y me aprendía antes de tiempo la Tabla Periódica de Mendeleiev, la historia del Bajo Egipto, o la familia ilustre de las Solanáceas.
Ahora, los surcos son largos y se pierden hacia el este por el sembradío que estamos limpiando. Mis hermanos mueven la azada, la guataca, con la destreza de los guajirillos entrenados que son la guardia pretoriana de mi padre. Yo que voy atrás, muy atrás, sigo mirando las curvas ondeadas de la loma de Jova, por donde sale el sol cada mañana, y enciende sobre el pasto verde, las diminutas gotas de rocío.
—¿Pero que miras, Carajo? —suelta mi padre y mis hermanos se ríen.

La primera vez que fui a un restaurante me llevó mi padre por mi cumpleaños, con mi hermana melliza. Fuimos a una fonda que había junto al Monumento a la Batalla de Mal Tiempo, ocurrida un día como hoy, 15 de diciembre de 1895.
Aquel lugar me sobrecogía. Estaba a escasos kilómetros de mi casa, y lo visitaba siempre que podía.

¿Ha estado Ud alguna vez en un campo donde haya ocurrido una batalla? En el sitio donde se ha peleado y se ha muerto, hay un lugar sagrado. Mi querido amigo Camilo Venegas Yero ha descrito esa batalla, Cum Laude, en su reciente novela “Atlántida”.
Hay un modesto Obelisco en mármol de Carrara, que diseñó, en 1910, un artista catalán emigrado a Sagua la Grande. El poeta Bonifacio Byrne fue uno de los miles de donantes anónimos de toda Cuba que pusieron dinero para construir el recinto.

Batalla de Mal Tiempo: mirada 125 años después a una victoria  extraordinaria (+Fotos) • TrabajadoresUn césped bien cuidado, unos árboles frondosos de Guayacán, Algarrobos y Cocoteros. Hay una casa en piedra desnuda —cuartel general del batallón Canario— que ha perdido el techo, pero en el susurro del viento de diciembre, a mí me parece que en ella resuenan aún las voces de los moribundos… Había, encastado en el túmulo, un osario de huesos de combatientes caídos. Una pata de freno de caballo que habrá quebrado un jinete, y una escalinata ancha frente a un océano de cañaverales.

—Chilindrón de carnero— dije— y mi padre me pidió un refresco. La Fonda El Ranchón era elegante. De soleras altas y guano de palma cana.
La última vez que estuve en Cuba, hace unos años, llevé a mis hijos a ver el Monumento de Mal Tiempo. El Restaurante ha sido demolido. No existen más los manteles blancos ni los cubiertos pulcros que utilicé en mi infancia. En la casa de piedras han crecido los ficus y alguien con chapapote ha dibujado un corazón y dos nombres que se amaran contra las cascajos derruidos y los dinteles deshechos. Brillaba el sol en ese amarillo tenue de las tardes de fin de año.
—¿Qué hay ahora donde antes fue la Batalla de Mal Tiempo? —preguntaba una y otra vez a mis hermanos— Y se reían: ¿cómo es que te interesan esas cosas…?
—¡Bah.. allí no hay nada!— era su respuesta.

Recuerdan en Cienfuegos Batalla de Mal Tiempo | PerlavisiónEse dia, llevé a mis niños a ver el osario, pero descubrí que ya no estaba. Todo ha cambiado. Han hecho un hotelito grotesco donde no atiende nadie, muy cerca de donde funcionó El Ranchón; aquel donde mi padre me llevó a comer… y muchas veces después, fui a comprarle en su caballo blanco, ron o cigarros… Hay una piscina podrida de algas, que se rellena en crudo desde las aguas de un riachuelo cercano.

El General Manuel Piedra Martell lo describe en sus famosas crónicas. Y también Miró Argenter. Es un noble caudal que corta el paso del camino hacia el antiguo Ingenio la Teresa. Maceo y Gómez pasaron como un bólido por él, al frente de tres mil hombres; dejando atrás un infierno de cañaverales en llamas, soldados españoles despavoridos, y un enjambre de orientales sedientos de patria.
En una barra cutre, me sale lo que parecía un encargado.
-Quiero un…
-No hay.
-Refresco para los ni…
-Tampoco hay… ni una cerveza.
-No hay. No hay.

Adelante - La victoria de Mal TiempoSalgo semiderrotado bajo la desamparada tarde tropical, con dos niños españoles de apellido canario, una madre argentina y un “planchado” de ron en la mano, no sé bien para qué.
—Bah… pero ¿por qué nos traes a este aburrido lugar, Papá… a donde ni siquiera hay un refresco? ¿Como es que te interesan estas cosas? —me pregunta Pipo.
Hago una mueca, y los llevo conmigo a dar una vuelta. Me hago unas fotos, se las mando por WhatsApp a Camilo en República Dominicana. Paso unos plantones de árbol del viajero que deben tener casi cien años. Son familia de las Musáceas. Lo sé, por una foto que aparecía en una un libro de Botánica, de Quinto Grado.
La última vez que me llevaron por la escuela a ver el Monumento, íbamos en fila de pioneros y a paso retrancado rumbo al lugar de las hostilidades. Otra vez se haría como cada año, una representación en vivo de la famosa contienda.
Al llegar, efectivamente, un corneta tocó a degüello. Manuel Piedra Martell escribió sobre su montura de cuero, un documento. Un Maceo de feria, remolinaba en el aire una guámpara de playwood y un mambí con una mano en la jáquima y la otra en el cabo de la mocha, tasajeaba el aire.
De pronto, por el vado del terraplén a La Teresa apareció un jinete: era el General Gómez, sombrero hacia atrás, machete en alto y galope redoblado con sus gafitas plásticas. Una Pionera destacada malsonaba un verso de Enrique Loynaz:
…”de la patria arrojad el tirano/
Que es preciso morir o vencer…”
Pero entonces descubrí que Gómez cabalgaba sobre el caballo que le había prestado mi padre para la ceremonia. Lo vi sus cascos rubios doblar por la casa de piedras, de paredes anchas del tiempo español. Hacia la formación de bisoños de Canarias. Donde mi padre, recalaba cada día a darse un doble de Coronilla y amarrar felizmente su ‘Siete Cuartas’ en La Güira!.

—¿Quién ganó esta guerra aquí, Papá?— me pregunta Pipo, finalmente intrigado. Alcé los ojos y la vi.

En la arboleda, junto a unos escombros del antiguo restaurante, sobrevive, más frondosa aún la mata de Güira a donde siempre iba a parar el caballo de mi padre.
Le pegué una mordida al tetrabrick de ron “Paticruzado” que compré en 60 céntimos. Le di un sorbo largo… y el resto lo vacié sobre aquel tronco.

— La Güira, hijo. Fueron derrotados, mi padre, su caballo blanco, el falso Gómez, y el niño que yo fui… Es hora de irse a casa, hijo. Solo la Güira ganó.
Y me miraba, con carita de ángel como si yo estuviera loco. O quizás sí estoy loco, no lo sé. Nunca supe por qué me llamaron la atención ciertas cosas.

 

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