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Mayarí: la muerte anunciada de Mandiel Magaña

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Por Jorge Sotero ()

Santiago de Cuba.- No era una estadística. Era un hombre de 40 años. Se llamaba Mandiel Magaña Quiala y el pasado 5 de noviembre, a las cuatro de la tarde, cruzó la puerta del Hospital “Mártires de Mayarí” con un dolor abdominal que lo doblaba. Su cuerpo era un grito silencioso, su rostro un mapa de angustia. Pero en la Cuba de hoy, el sufrimiento ciudadano es un susurro ahogado por la maquinaria de un Estado que predica ser potencia médica para el mundo, mientras abandona a su propia gente en las salas de espera de la muerte.

Lo que siguió no fue una cadena de desafortunados eventos, sino el guion previsible de una tragedia anunciada. Durante cuatro horas interminables, Mandiel fue testigo de su propia agonía en un escenario de desidia absoluta. No había ambulancia para trasladarlo si hubiera sido necesario, no había recursos básicos, no había médicos que asumieran la responsabilidad de salvar una vida. Solo recibió dos calmantes ligeros, un placebo criminal contra un dolor que era el preludio de la muerte. La medicina cubana, esa que se exporta como emblema, se reducía a la impotencia de una aspirina frente a una hemorragia interna.

La muerte previsible

En medio de este colapso institucional, la desesperación de su familia chocó contra el muro de la indiferencia. Su madre, con la voz quebrada por la impotencia, suplicó ayuda y fue ignorada. Su tía, Aimé Solangel, en una imagen que debería quemar la conciencia de quienes administran la salud, subió corriendo hasta terapia intensiva buscando a un profesional, un responsable, un milagro. Mientras tanto, en el cuerpo de guardia, la incompetencia era tan palpable como la falta de humanidad: enfermeras que no sabían colocar una sonda nasogástrica, estudiantes de medicina absortos en sus teléfonos, y una guardia administrativa sumida en un letargo burocrático.

El Dr. Alexander J. Figueredo lo dijo sin ambages: “Murió no por destino, ni por una complicación inevitable: murió por negligencia médica, por un sistema que solo funciona para los de arriba”. Su denuncia es un parte de defunción para todo un modelo. Mandiel nunca fue atendido en consulta. Su vida se apagó en un “cuartico de curación”, un eufemismo siniestro para la antesala de la muerte donde miles de cubanos mueren hoy: en hospitales destruidos, sin insumos, sin ética y, sobre todo, sin vergüenza.

Morir es una rutina

Frente a esto, el Estado —ese que presume de sus batas blancas en foros internacionales— guardará un silencio cómplice. No habrá investigación rigurosa, no habrá responsables, no habrá un parte oficial que reconozca el asesinato por abandono. Porque en la Cuba actual, la muerte evitable de Mandiel Magaña no es noticia: es rutina. Es el resultado final de un sistema podrido hasta la médula, que prioriza la propaganda sobre las personas y el control sobre el cuidado.

La muerte de Mandiel no es un caso aislado; es un síntoma terminal. Es la prueba de que el régimen no puede ofrecer ya lo más básico: la garantía de no morir abandonado en un pasillo. Mientras la maquinaria de la retórica revolucionaria siga glorificando una quimera, en el suelo, en pueblos como Mayarí, la gente sigue muriendo no por la furia de una enfermedad, sino por la frialdad de un sistema que les ha dado la espalda.

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