Por Alina Bárbara López Hernández
Matanzas.- Acabo de leer un artículo de la autoría de Mayté García Tintoré que fue publicado hoy en el periódico santiaguero Sierra Maestra. Su título, «Nadie puede arrebatarnos la paz», debe ser entendido en su real sentido: Nadie puede arrebatarnos el poder.
Esto es de lo peor que se ha escrito en un medio de prensa cubano. Como ciudadana e intelectual rechazo este artículo y denuncio públicamente su contenido. Destila elitismo, desprecio, asco por las clases populares en Cuba. Es un discurso afín al de la derecha más retrógrada, sin un átomo de empatía y sensibilidad humana.
Sobre este infame texto puede decirse mucho más, pero lo positivo que tiene, como dice un amigo, es que constituye «un material estupendo para demostrarle a Cuba y al mundo cómo el PCC ve a esas personas». La intención es muy clara: criminalizar la protesta ciudadana.
Como bien comenta otro amigo: «es de lo más reaccionario que he leído y demuestra claramente el carácter contrarrevolucionario de la dirigencia».
Lo que dice sobre las madres que protestaban con sus hijos es especialmente denigrante, vean este fragmento:

«Vale recordar el refrán de mi abuela cuando decía ‘madre que se respete no expone a sus hijos jamás’. Y para nada estoy restándole importancia al tema de la leche, pues es un alimento vital en los niños, casi insustituible, y que ha tenido serias afectaciones; solo que cargar con ellos para una manifestación, a expensa de lo que pueda pasar, dice mucho de la calidad humana de la persona. No dan lástima, dan pena».
El tema de los niños involucrados en las manifestaciones y protestas en Cuba, ya había sido satanizado desde que las mismas empezaron a hacerse costumbre. Sobre ello trata este artículo, que escribí en 2022 y circulo nuevamente.
He observado con detenimiento las muchas imágenes y videos que existen en Internet acerca de los hechos ocurridos hace veintiocho años hoy, y conocidos como el maleconazo. No veo niños. No puedo asegurar que no estuvieran, pero no los distingo. Si estaban, evidentemente fueron pocos.
Duele observar a los infantes como parte de acciones de protesta u otro tipo de actividades políticas que impliquen riesgo, en cualquier lugar del mundo, no solo en Cuba. Desde hace algún tiempo, sin embargo, niños y adolescentes son parte de manifestaciones de protesta entre nosotros.
En imágenes transmitidas hace algunas semanas en Los Palacios, localidad de Pinar del Río, se aprecia a varios menores participando junto a sus familiares en la manifestación nocturna que se produjo con motivo de los cortes de electricidad. Pero ni siquiera son los primeros. En abril de 2021, un grupo de madres con hijos menores cerró una calle habanera. Solicitaban se atendieran sus problemas de vivienda.
También fue triste seguir la directa de la madre holguinera que desde una localidad rural deambuló por varias instituciones estatales con sus tres hijos pequeños y dinero en su cartera, según mostraba a todos, pero sin comida para darles porque no había ni pan para que le vendieran. Y retornó a su casa sin que resolvieran su problema, aunque para ser justos, se veía que los funcionarios que la interpelaban estaban muy apenados.
Doloroso ha sido ver durante el último año a niñas y niños cuyas madres o padres fueron condenados a prisión por haber participado en el estallido social del 11-J, pidiendo su libertad o diciendo cuánto los extrañan. ¿Manipulación de la imagen infantil con fines políticos? Es posible. No lo niego. Pero no tengo tampoco la menor duda de cuánto están sufriendo esos pequeños y de lo injusto de la mayor parte de las condenas a sus padres.
El pasado 2 de agosto se produjo el cierre de una zona de la autopista cercana a La Habana por madres con sus hijos; algunos muy pequeños, otros adolescentes. Ellas solicitaban la atención del presidente Díaz-Canel. Contrario a lo ocurrido en otras protestas —tanto las del 11-J como algunas más recientes—, no ofendían al mandatario, pero insistían decididamente en verlo.
Diversas personas han explicitado gran malestar porque los niños estuvieran poniendo su cuerpo ante los autos, que tuvieron extremo cuidado con no dañarlos, dicho sea de paso y en beneficio de la civilidad. Frases como «con los niños no se metan», se repitieron en las redes, sobre todo entre periodistas de medios estatales. Una anciana profesora de la Universidad Central de Las Villas, casi histérica, llamó «cobardes» a quienes llevaron a los niños ese día.
La infancia debería ser sagrada. Y lacera, repito, ver en Cuba algo que juzgábamos superado. Pero aquí, y durante décadas, han emergido muchas cosas que creímos superadas. Si fuéramos personas de bien, no cuestionaríamos solamente por qué los niños están siendo vinculados a tales acciones, sino que indagaríamos asimismo qué nivel de desesperación ha llevado a sus madres a protestar junto a ellos.
Esto no ocurrió en los noventa, aunque es cierto que la pobreza, la depauperación y la desigualdad no existían entonces con el grado que hoy tienen. Un poco de empatía y comprensión, de ponerse en los pies del otro, ayudaría a que seamos más sensibles. Cuando hablo con Mairiobis Zamora, la matancera madre de siete hijos a la que todavía no han entregado una vivienda digna, a pesar del programa nacional para mujeres con más de tres retoños, ella se queja de que sus niños no saben lo que es un juguete.
Quien no haya sentido el dolor de una madre ante un hijo sin juguetes, o sin un poco de leche, o con hambre, o hacinado en un albergue; debiera ahorrarse algunos epítetos y sermones.
Además, debe quedar claro que eso que indigna a tantos no es un fenómeno nuevo. La historia de Cuba está plagada de casos en que, cuando fue necesario, los niños se involucraron en actividades políticas junto a sus padres. Y ocurre que con el crecimiento de los problemas y la pobreza, se reciclan también viejas estrategias de lucha. Porque al final de todo, la revolución es una sola desde 1868 hasta hoy. Y también porque somos continuidad. ¿O no?
Recuerdo un libro de lecturas de mis años en la escuela primaria que incluía un relato enaltecedor: «El mambisito era de ley». ¿Ficción? Para nada. Eso lo constato con creces en el excelente texto Los pequeños insurrectos: niños, familia y guerra en Cuba (1868-1878), de la autoría del historiador holguinero José Abreu Cardet. Mucho después, en sus dibujos animados, Juan Padrón daría nombre a los arquetípicos Eutelia y Pepe.
En la década del treinta del pasado siglo, en plena vorágine revolucionaria, durante el tiroteo al velorio de las cenizas de Mella, fue muerto el niño Paquito González, de la Liga de los Pioneros.
En el Ejército Rebelde, en la Sierra Maestra, hubo niños de trece y catorce años. Ese fue el caso, por ejemplo, de Enrique Acevedo, que se recuerda de su libro Descamisados y del serial televisivo Memorias de un abuelo. Ya recién triunfada la Revolución, el 22 de marzo de 1959, en una concentración, Fidel pide a todo el pueblo que se prepare a defenderla.
El 12 de abril se dirige a cientos de campesinos camagüeyanos y los insta a convertirse a todos, «hombres mujeres y niños», en «soldados de la Revolución» desde ese momento. Ante esta exhortación, se recibieron numerosos mensajes de apoyo. Uno de ellos, proveniente de la ciudad de Ciego de Ávila, comunicaba: «Siguiendo las orientaciones del Comandante Fidel Castro de que hasta las mujeres y niños debían aprender el manejo de las armas, hemos constituido en esta ciudad una milicia popular (…)».
Dora Alonso, en su rol de corresponsal de guerra en Girón, dejó testimonios de que en niños de doce y trece años recayó también la responsabilidad de la defensa.
No pretendo dar lecciones de historia, podría incluso poner ejemplos menos nobles, como niña de catorce años que fui durante los tristes meses del éxodo del Mariel, pero prefiero no hablar de eso. Solo deseo recordar que cuando ha sido necesario, los niños cubanos se sumaron, con sus madres y padres, a la lucha política. Glorificar estas acciones cuando conviene y satanizarlas porque ahora se trate de manifestaciones de presión popular ante el gobierno, me parece un extraordinario acto de fingimiento.
Vamos a demandar que los niños no sean involucrados, que no pasen por traumas que pueden dañar sus vidas; pero vamos a exigir con la misma energía que no existan motivos para que esos pequeños sientan, junto a sus familias, que la protesta es el único camino que les va quedando ante medidas que cada vez dan más la espalda a la gente del pueblo, y ahondan la pobreza y las desigualdades. Que en este pulseo cívico, gane la empatía a la hipocresía.
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