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Por Héctor Miranda ()
Moscú.- Unos tipos con unas panzas enormes recorren la ciudad. Inauguran congresos, ferias, dan sermones, y luego vuelven sudorosos a sus modernos autos, a veces blindados. Transpiran con facilidad, aunque sin sentir la furia de los apagones. Los cuerpos bien alimentados sudan fácil. Los hambrientos no.
Los panzones de piel reluciente, buen calzado y mejor ropa van por ahí, de pueblo en pueblo, cual si fueran testigos de un Jehová milagroso, repartiendo promesas y anunciando un futuro mejor, que ni ellos se creen.
Esos seres, despreciables ya, hablan cual si detrás, al ellos partir, se hiciera un maná y las tierras fértiles, escondidas debajo de metros infinitos de maleza, fueran a parir de pronto todo lo que no hicieron por décadas y décadas. Y algunos les creen. Lo más jodido es que algunos les creen.
Mientras esos gordos, blancos y negros, hacen promesas, se suspenden las clases, y les piden a los que trabajan que no vayan a sus puestos. Inauguran un hotel gigantesco y por ninguna parte aparecen los tractores, el combustible, la semilla y los hombres para hacer que la tierra produzca.
Abren tiendas en dólares, la misma moneda en que dijeron hace unos años, no muchos, que no venderían jamás. Y prometen y prometen. Los tontos les creen, aún les creen y se aferran a ese hilo de esperanza que tuvieron siempre, porque siempre les hablaron de un tiempo mejor que nunca llegó, y que fue a peor.
Cuando un político promete que acabará con la pobreza, no dejen de creerle. Jamás volverá a ser pobre. Mientras más arriba esté, mejor le irá. Vestirá mejor, sus autos serán más lujosos, sus cenas más copiosas, su mente más fértil (para inventarse historias y mentir). Usará mejores relojes, tendrá más guardias que lo protejan y la claque siempre estará lista para aplaudir. Algunos hasta llorarán en su presencia y hasta dirán que se erizan.
Los tipos de panzas enormes, piel rosada y brillosa, que huelen a perfumes caros y usan zapatos de marca, son unos traidores. Ayer, o antier -lo olvidé ya- uno de ellos dijo que nadie podía vivir con la pensión de un jubilado, de mil 500 pesos. También dijo que tampoco con los cinco mil o seis mil pesos del salario medio, y agregó que había que tener empatía y tener en cuenta a esas personas.
¿De qué sirve la empatía, si mi madre se ha pasado más de 20 horas sin corriente y no tiene cómo cocinar lo que logra conseguir para comer? ¿De qué sirve lo que diga el que se dice vicepresidente, si ni lo vendedores de carbón pasan para comprar un saco que vale lo mismo que la pensión mínima? ¿De qué sirve que una gobernación diga que ya entró el gas, si la mitad de la provincia no tiene cuota o solo venderán 200 balas por puesto? ¿De que sirve…?
Los panzones, en ese intento por aparentar humildes, por hacerse los cercanos al pueblo, se vuelven cínicos. Tan cínicos se vuelven que llegan a los lugares y le preguntan a la gente que de cuánto tiempo son los apagones por allí, como si ellos no lo supieran. Aunque puede que no lo sepan, porque en sus casas no se va la corriente, sus autos siempre tienen combustibles, sus médicos siempre están dispuestos y no les cobran por atenderlos. Los medicamentos y el mejor hospital estarán a la mano. Para ellos hay material quirúrgico, de sutura, antibióticos de última generación…
No voy a hablar de los manjares, los vinos exóticos, las vacaciones, las jornadas de pesca en yates de lujo, el buen wisky, los habanos de marca… la buena vida en general, que ayuda a que la piel mantenga su tersura y a que las canas -o la calva- luzcan relucientes.
El resto, los que responden, los que a veces aplauden o asienten, no tienen panza, ni corriente, ni autos ni medicinas, y tampoco tienen esperanzas.
Los gobiernos no tienen que poner la comida en la mesa de nadie, pero están obligados a generar políticas que permitan que todos tengan empleo y que todos puedan comer. En mi país solo los panzones lo tienen todo resuelto, y encima de ello deben tener plata suficiente para el día de la estampida.
Gobernar no es solo reprimir, sancionar, encarcelar, perseguir, matar el disenso o la oposición. Si haces eso, solo eres un tirano. Y los tiranos, tarde o temprano terminan pagando. La historia lo ha demostrado, por más que alguno haya escapado a esas reglas y agotado su vida en supuesta tranquilidad.
Estoy con los famélicos, con esos que caminan por las calles sin rumbo fijo, con los que hablan solos, cuyas ropas están raídas y los zapatos rotos. Estoy con los padres que se acuestan con dolor porque no tienen leche para sus hijos, los que no pueden comprarle un juguete, con la mujer que no puede pagar el tinte del pelo, con la abuelita que largó los dientes y ya no puede sonreír.
Estoy con el humilde que sobrevive a duras penas. Con el valiente que protesta, que no se calla, que no se deja vencer por el miedo. Estoy con el negro que levanta la voz para exigir la libertad del hijo inocente que está preso porque alguien lo acusó de algo que no hizo.
Estoy, y voy a estar siempre, en contra de los panzones que están acabando con mi país.