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Los excluidos

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(Tomado del muro de Facebook de René Fidel González García)
La Habana.- El problema – no el único – de excluir, es que ya no puedes escuchar a los que excluyes.
No es que los excluidos callen o dejen de existir o simplemente desaparezcan – nada es tan fácil – , es que ya no te hablan.
Pueden estar encerrados en celdas mal olientes del tamaño y color de una colilla quemada hasta el infinito de la punta de los dedos o exponiendo al hambre-sed su impotencia sobre unas aceras frías.
Pueden estar domesticando a oscuras la magra y ácida cuota de pan y de hastío asignados o estar chupando un mango verde con sus pequeñas manos para esquivar el hambre.
Pueden estar calcinados y cabizbajos, arreados en colas eternas para ir al trabajo, para obtener la medicina o a veces, solo a veces, desangrando el salario de madre-padre o la pensión del abuelo, para espantar por un rato los zapatos rotos de sus hijos o lavando amorosamente la cabeza de su anciana madre con el jabón áspero de la ingratitud.
Pueden estar incluso enterrando los cuerpos amados y vencidos de los suyos en cajones maltrechos o lanzándoles en las llamaradas que pagaron los vecinos para el retorno al polvo.
Pueden estar vendiendo lo infungible o cualquier cosa o parte o sentimiento o decencia, en una sórdida carrera para sobrevivir un día más.
Pueden estar quizás bebiendo un trago de ron sin otras palabras o sin palabras o con las palabras precisas o jugando con latas oxidadas que suenan como autos de carrera.
Pueden estar mirando el azul o imaginando un color cualquiera para el imposible mapa de sus ausencias, de sus esperanzas y dolores.
Pueden estar traficando los miedos – todos los miedos, Mariela innombrable e indecente – en un sendero del ancho de la huella que dejó antes la osamenta que ven o presienten al pasar o estar sentados en un rincón, con cadenas en la cintura y los pies, custodiados en realidad por la misma sensación de no entender de aquella otra vez en que, desde el pupitre vecino, la niña fría-blanca-limpia, le gritó que su madre era una presidiaria, sin saber ella, sin poder saber, lo que él sabía: que su padre era un borracho que escribía y echaba cartas cortas y extraviadas debajo del colchón amarillo de tres generaciones anteriores.
Aún así o en cualquier otra circunstancia, los excluidos ya no volverán a hablarles nunca más a los que los excluyen, ni a pedirles a ellos clemencia o justicia o comida o sueños o destinos menos escabrosos.
Tampoco derechos o zapatos y salarios dignos o caramelos y juguetes para la única infancia que tendrán sus hijos o paz, medicinas o felicidad o esperanza o libertad.
La única vez que lo hicieron sin pedir permiso, parecieron al principio vagabundear sin rumbo o pasear gritos, consignas nuevas y otras groseras.
También destruyeron cosas, o fueron violentos, pero se dirigieron siempre, casi invariablemente, en ese instinto oscuro de las mayorías sin guía, a las casas del poder para ser escuchados: el viejo – y hace mucho traicionado – instinto de la confianza.
Allí solo quisieron eso: ser escuchados.
Este no es un dato desdeñable en una explicación del por qué el que excluye ya no escucha al otro.
La exclusión es siempre una forma de defraudar la confianza del otro pero la historia nos remite a un final inexorable: los que excluyen hoy, acabarán por necesitar mañana hablar y ser escuchados por los excluidos.
No es difícil saber la cantidad de excluidos en un país, e incluso saber cómo, a quiénes y por qué se excluyen.
Sin embargo, medir con precisión, con exhaustiva objetividad, la calidad de la exclusión en un país es ya mucho más difícil y engorroso.
Existe, sin embargo, un atajo poco docto pero infalible para calibrar milimétricamente la espesura, el granulado, la textura, el peso, la extensión y sobre todo el carácter de la exclusión en un país cualquiera, cuando ella alcanza su fase de madurez, o sea: cuando es política.
Falta pueblo en las fotos oficiales, y los escoltas miran y buscan con caras terribles y peligrosas a los que no están: a los excluidos.

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