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Por Max Astudillo ()
La Habna.- Querido Sandro, nieto de todo lo que queda y sobrino de lo que se fue: leí tus palabras sobre los traidores y la pena de muerte y, oye, me pareció de una justeza legal y moral que solo puede tener quien ha mamado del biberón de la impunidad. Tienes razón, la traición es algo terrible. Debería castigarse con la máxima severidad. Y por eso, ya que has abierto el melón de la justicia suprema, vamos a hablar de los traidores de verdad, de los profesionales, de los que firmaron un pacto con un país y se lo vendieron a otro sin preguntarle a nadie.
Los primeros traidores de la Cuba moderna, Sandro, se apellidaban Castro. Tu abuelo, Fidel, le vendió a este pueblo una revolución «verde como las palmas», un sueño de democracia y libertades, y cuando tuvo el poder bien agarrado, cambió el catálogo. Lo verde se volvió rojo soviético de la noche a la mañana. Eso, en cualquier manual de derecho, se llama estafa a un pueblo entero. Es la traición fundacional, la madre de todas las traiciones. Y no fue una metáfora: fue una venta real de la soberanía a Moscú, con azúcar incluida.
Y luego vino la segunda parte del espectáculo: la purga. No se conformaron con traicionar la idea original; hubo que eliminar a quienes seguían creyendo en ella. ¿A cuántos compañeros del Moncada, a cuántos guerrilleros que soñaban con aquella Cuba «verde», los mandaron a fusilar o los pudrieron en prisión por el delito de pensar distinto? La lista de generales y oficiales caídos en desgracia es tan larga como un parte del Comité Central. Arriba, en el Panteón de los Traicionados, debe haber una sección especial para los que creyeron en el cuento y luego descubrieron que el guion lo había reescrito el KGB.
Así que, siguiendo tu lógica impecable, el primer condenado a muerte por traición debería ser tu abuelo, Fidel Castro. Un tribunal decente, de esos que ustedes no tienen, lo declararía culpable de alta traición contra la voluntad popular y la soberanía nacional. Ya sé que está muerto, pero la justicia no debería tener plazo. La condena, aunque sea post mortem, serviría para que la historia, esa que a ustedes les gusta torcer, quedara clara: el mayor traidor de la Cuba contemporánea fue el que prometió una cosa e impuso otra a sangre y fuego.
Y a tu tío abuelo, Raúl, habría que acelerarle el proceso. No vaya a ser que se nos muera de viejo, impune, sin haber escuchado la sentencia. Sería una injusticia mayúscula que el último arquitecto de aquella gran traición se fuera de rositas, entre fotos con niños pioneros y discursos sobre la lealtad. La lealtad, Sandro. Ustedes sabrán mucho de fusilar disidentes, pero del concepto en sí parece que suspendieron.
Así que ya lo sabes, muchacho. La próxima vez que hables de traidores y penas capitales, mira primero el árbol genealógico donde medras. Allí, en la raíz misma, encontrarás los nombres de los que deberían ser, según tu propia y brutal ley, los primeros en la lista del paredón. Es duro, lo sé. Pero es lo que tiene hurgar en la basura de la historia: siempre salen los huesos de los que mató tu familia.