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Por Gretell Lobelle ()
(Hoy mi madre hizo arroz con leche. Hay dulces que son alimento de la memoria del espíritu, energía de amor y afectos)
Matanzas.- Mis abuelas eran de mucho dulce casero. En particular, el sabor de la natilla con caramelo por encima me da el placer en memoria gustativa. Me transporta a la niñez. La natilla era parte de las meriendas en la casa de Tata (Rosa), donde me cuidaban. Nunca fui a círculo; lloraba tanto desde que llegaba hasta que me recogían, que gané yo y el círculo me declaró inadaptada.
Recuerdo que mis abuelas, tradición también heredada por mi madre, hacían sus dulces (sobre todo los dulces) y le pasaban un platico a la vecina. El acto de compartir, ese placer en comunión con lo que se tiene, se aprendía en casa. No había que tener mucho, solo tener la actitud de compartir lo que se tenía y no lo que sobraba.
Las vecinas no devolvían el plato o el pozuelo hasta que no tuvieran algo para reciprocar. No sé el origen de esa tradición. Aún hoy, mi vecina me devuelve el recipiente de algún dulce que le di, aunque sea con una fruta dentro. Extraño esas maneras de convivencia. Me duele que los jóvenes no hereden, que no hayamos sabido transmitir costumbres que mal no hacían.
Hay en el acto de compartir una esencia sustantiva, humana, reconfortante del individuo.
Los adultos siempre me rodearon, los adultos mayores. Quizá por ser la primera nieta durante cuatro años en una familia de tías abuelas en las que solo mi abuela y una hermana tuvieron descendencia, fui mimada en particular. Tengo en la memoria ubicada a cada una, asociada a gustos y olores.
La casa de mi tía Pepilla (Juana María) siempre olía a casquitos de guayaba. Mi tía Carmen me hacía los mejores merengues del mundo, en el horno, y me los enviaba en una lata de galletas dulces. Nena (Mercedes), con quien viví y cerré sus ojos, me daba cada mañana «borrita de café». Un café colado en colador de lienzo. Me lo llevaba a la cama en un jarrito de metal hecho con lata de leche condensada.
Esa costumbre la tuvo hasta que murió, y a mí el acto del café a la cama me sabe a abrazo y a hogar. Aún siento ese olor en casa y corro a colar y ponerle una tacita. Mi madre me dice que el café me queda aguado, quizá porque allí donde se guardan los recuerdos está la «borrita» que tomaba desde la cuna.
Es triste la desmemoria, o quien nunca ha tenido qué para recordar. Es triste caerle atrás a un tiempo de prisa y vivir sin construir memoria. Mis mejores recuerdos están anclados en lo simple, en lo sencillo. Esa manía que llevamos ahora, un tempo demasiado rápido donde hemos perdido el gusto de disfrutar por aquello que nos identifica como familia.
Hoy la tradición se teje en lo vacuo, en aquello que no deja huella. Los valores son actos y esencias que se cultivan en la niñez. Tiempo loco que le despreciamos a la vida y todas las veces nos pasará la cuenta. Los niños disfrutan más del amor que de los propios objetos. Yo aún beso el pan que voy a botar, o pido a la vecina un poco de sal con un peso por delante. Mi abuela decía que la sal no se regala. Cocino dulces sin un nombre específico, a veces para Odalys porque ni me los llego a comer.
El ministerio de la vida se sustenta en aquellas cosas que nos dan felicidad, algunos en las posesiones, otros «en aquello que le dedicas tiempo y esfuerzo y ves crecer», y en el propio acto de vivir la vida desde lo que amamos y compartimos. Venimos al mundo sin nada y así terminaremos este viaje de ida sin regreso.
No hubo un tiempo mejor de bonanza en esta isla. Fuimos perdiendo con egos, poderío e ideologías impuestas aquello singular de cada casa. Nos hemos dejado quitar mucho. Las mejores tradiciones de este pueblo, en sus familias y gentes, se fueron diluyendo en orates de conflictos y egos de poder. Busco reconocer a mi tierra en cada gente cercana.
Busco en lo mínimo el olor y el sabor de mis abuelas. Sigo siendo una mujer de dulces caseros, de café claro, del platico de dulce para mi vecina, de la colada de café en el patio de Odalis porque su cafetera sabe a humilde, a gente auténtica, a una Cuba que extraño. Y en ese aroma, en ese sabor, en esa sencillez, se esconde todo un mundo de amor, de tradición, de historias que me sustentan y llevan de regreso a la energía de mi hogar.