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Por Renay Chinea ()
Barcedlona.- Ahoras meses… hace poco, nos fuimos todos a Suiza. ¡Y a mí, cada vez que se me traba el paraguas y no sé para dónde ir, me da por volver a Suiza! Es que uno ya se repite. Se repite volver a Suiza, y contárselos.
Era Otoño, a últimos de Octubre, cuando nos reunimos a decidirlo.
—Miren —les digo—. ¡A mí me viene bien…!
—Sí, ya sabemos, Papá —me interrumpen los niños— del día allá en La Habana, en que te pusieron la visa suiza en el pasaporte. Y se echan a reír.
Llevo conmigo hace muchos años la bandera suiza. ¿Alguien recuerda aquella película del tipo que se está ahogando y le lanzan una cuerda?
—Quien me lanzó la cuerda fue Suiza. Allá, en los lejanos años 90, antes de nuestro Facebook, anterior a nuestro WhatsApp… salir de Cuba, eh… o sea: era un proceso áspero y difícil.
Y cuando llegué a Ginebra, el oficial de Inmigración, un suizo blanco, de los que trabajan muchas horas a la sombra, mira mi pasaporte, mis cuatro letras en oro cáracarañao, mis papeles en regla, y me dice mientras se palmea la mano con el lomo de “mi pasaporte azul”:
—¿Cuba?… oh, ¡Celia Cruz! ¡Binvenu! Era la primera vez que me daban la bienvenida a un país que no era el mío… la primera vez que salía de la isla infierno, ya con 35 años en los huesos.
Apenas dos meses antes, yo iba en un taxi por el malecón de La Habana; de pronto el chofer, un mulato flaco, de bigote y gorra de plato, se volvió a mí y me dijo:
—¡Se murió Celia Cruz…!
Y nos miramos por un instante. Celia era considerada enemiga, y no lloramos, porque era ridículo comenzar a llorar con un desconocido. Además, en el país de los tristes, el que no llora, es rey.
Pero esa pequeña estupefacción por la muerte de Celia fue un enorme homenaje. Ambos comprendimos como en aquel cuento de Borges, que el mundo se apartaría de ella, en una serie constante de detalles aviesos. Pero nunca jamas para aquellos dos desconocidos.
Les quería decir que Suiza es otro mundo. Yo, que venía del maltrato, me levantaba en la mañana y recorría Ginebra con ojos de niño, que es la mejor manera de ver una ciudad. Con el placer de llevar la capacidad de asombro, pero las alforjas llenas de absurdos conocimientos; de saber dónde quedaba el Cementerio de Los Reyes de Plain Palais, donde descansa Borges, por ejemplo.
Llevé a Lucas ante su tumba, entre un Tejo y una Tuya.
El día que llegué a Ginebra, casi 20 años antes, le pregunto al casero:
—¿Dónde me queda el Cementerio de los Reyes, de Plain Palais?
—¿Ves la copa de esos árboles a unos 200 pasos? Es ese…
Solté la mochila y la abrí, no sin sacrificio. Encontré el librito azul que había publicado La Casa de Las Américas en La Habana, y fui a sentarme junto a él, a la luz del poco sol de otoño que brillaba. Abrí el Aleph y leí en voz alta.
Y dijo Lucas:
—Papá, ¿por qué tenemos que ir al cementerio?
Y casi no encuentro qué decirle. ¿Cómo le explicas a tu hijo de 9 años quién es Borges? No sabía. Pero Elina lo resolvió fácilmente.
—Es un señor argentino famoso —le dijo.
Y ya, con su acento, Lucas entendió. Ahora estamos en la foto, delante del monolito cavado en piedra, con un verso de La Batalla de Maldon en sajón antiguo. Lucas luce la camiseta albiceleste con el Messi y el número 10.
—Y le leí:
“La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que los carteles de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.”
—¡Gracias! —Le dije. Y Lucas se quedaba lelo, mirando cómo mi mano bajaba hasta la altura de las flores azules de Myosotis, que en español le decimos: “No me olvides”. Dice la AI que son flores de recordación, contra el olvido.
Al llegar a la estación de Lyon, en viaje desde Perpiñán, intenté recomponer todo lo que había estado averiguando a último minuto para manejar un Tesla.
—Querido, el coche que te alquilé es Tesla, te aviso —me dijo Elina.
Y uno sabe qué quiere decir ese supuesto subjuntivo, en deje sudamericano y totalmente imperativo.
De Lyon, hasta las afueras de Ginebra, donde hicimos noche en un hotelito de pueblo, medio ridículo y hasta algo caro, hay una hora y pico.
Estábamos aún en el lado francés y al otro día, a la hora de irnos, la señora, mientras buscaba la vena para hacerle una transfusión a mi tarjeta, me dijo:
—¿Has visto qué bonito se ve hoy el Jungfraujoch?
Cuando me di la vuelta y miré el horizonte, vi a kilómetros la misma silueta que vi en la primera foto que me hice en Suiza.
Esa mañana, entre los altos plataneros a las orillas de un camino rural y terciario, atravesé la frontera y entramos en la Confederación.
En una de las carreteras más hermosas del mundo: la circunvalencia del lago Lemans, me puso la mano en el hombro Lucas:
—Papá, quiero que le pases a ese coche.
Era un Red Corvette, con su diseño adorable y su motor ronroneante como un gato acostado. El Tesla se resbalaba, se escurría, no estaba donde estaba… y de pronto el Corvette habitaba en el espejo y los niños aplaudían y le decían adiós al chofer, un solitario y maduro señor con gorra.
Mi amigo, amiguísimo, Tino enseñó tres cosas:
Historia de Asia en la Complutense. Enseñó a mis hijos a comer con palitos japoneses, y al actual Emperador de Japón, lengua española.
Ayer, me mandó unas noticias sobre Tesla, la simbología nazi y la caída de la empresa en bolsa, desde que Elon Musk es el ayudante de Trump en el gobierno.
Después de haber visto pasar por nuestros ojos la interminable postal que es Suiza, volvimos a casa. Sí, nos desmontamos del Tesla en Lyon y regresamos a la Costa Brava. A los pocos meses, cambiamos por un Tesla nuestro Peugeot. Y ahora nos movemos sobre esa alfombra mágica, viendo desfilar los atardeceres Dalí, con pasteles en el cielo y puñales dorados sobre los campos de trigo.
Lucas cuenta del día, o Musa, en que su padre adelantó un Corvette en una carretera suiza.
—Me acordé de ti —me dice Tino y me adjunta el artículo de la bajada de Tesla a los infiernos.
Poco después de nuestro viaje, escribí algo sobre mi garaje, y aquel Corvette, que me llevaba a una vieja cancioncilla americana, en versión de Rick Springfield. Habla de un tipo que soñaba con un Red Corvette, antes de que se inventaran los Teslas. Espero no aburrirles:
“No habita, en el garaje de mi casa,
un Corvette V8 de Rojo impositivo.
Ni siquiera
un triste dos Caballos Convertible,
de esos que en las curvas de la Primavera
lanzan por los aires resuellos de vintage,
de jubilados franceses con sombrero y garbo,
que trastrabillan los últimos abriles
con pañuelos de hilos y Calvados amargos en las venas,
sus tardecitas al sol mirando el trigo,
que reverdece,
los valles de última temporada.
Siempre es la última.
No hay un plantío de entusiastas amapolas,
al socaire de mi huerto y de mi casa,
que se doblen al paso militar de los caballos
que trotan en las noches,
de insomnios incesantes.
En noches sin tiempo ni lugar,
que de tanto estar aquí son letanía
y un presente unánime,
murmullo de cascos que se van.
No hay,
por el callejón amargo que da al garaje de mi casa,
una carolina rosa que despeine el aire con estambres terciopelos,
como la de la esquina de 23 y 10
en el Vedado.
Ni un resplandor que haya amainado
la tristeza.
hay en mi patio,
sino un jarrón con un manojo de esparragueras muertas.
Brillan, como luceros en un kiosco,
los ojos topacios de mi gata Lagherta,
los vaivenes osados de mis niños traviesos,
el regalo sostenido de la madre que llama,
y me susurra que sí existe un Rojo Corvette V8 en mi garaje,
con estribos dorados,
bajo el farol amarillo de febrero,
y me busca,
con su cara de ángel,
y salimos a darnos una vuelta.
—El Corvette sos vos— me dice.