Newsletter Subscribe
Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Por Luis Alberto Ramirez ()
MIami.- Según una investigación publicada por The New York Times, Nicolás Maduro ha ampliado el papel de los guardaespaldas cubanos dentro de su equipo de seguridad personal y ha incorporado más oficiales de Contrainteligencia enviados desde La Habana al ejército venezolano.
Esta información no sorprende a nadie que conozca la historia reciente de América Latina, pero sí revela una verdad que muchos prefieren ignorar: el régimen cubano no solo exporta ideología, también exporta control, obediencia y mecanismos de supervivencia política.
Este hecho trae inevitablemente a la memoria un episodio oscuro relacionado con el expresidente chileno Salvador Allende. Durante décadas se alimentó la narrativa heroica de que Allende murió combatiendo hasta el último suspiro en La Moneda. Sin embargo, investigaciones posteriores, testimonios y documentos desclasificados han alimentado otra cosa: que fueron precisamente sus custodios cubanos quienes lo ejecutaron para impedir que se rindiera, con el objetivo de construir un mito, un mártir perfecto y útil para la propaganda revolucionaria.
La intención era clara: un presidente rendido no sirve al relato; un presidente muerto, sí. Para los estándares ideológicos de La Habana, Maduro no puede permitirse claudicar, ni facilitar una transición, ni mucho menos rendirse. Maduro no es un político más: es un producto directo de la maquinaria revolucionaria cubana, moldeado durante años para asegurar la influencia de Cuba sobre la riqueza petrolera venezolana. Es, por decirlo de otra manera, un personaje creado por un autor que no le permite morir hasta que ya no sea útil para la historia que quiere contar.
En la lógica del castrismo, los líderes no se derrotan, se “inmortalizan”, incluso cuando la realidad demuestra lo contrario. Por eso necesitan tenerlo vigilado, protegido y, al mismo tiempo, controlado por personal cubano cuyo verdadero jefe no está en Caracas, sino en La Habana. Los guardaespaldas no solo lo protegen: lo custodian para evitar que tome decisiones “incorrectas”, como negociar su salida, entregar el poder o permitir un cambio que ponga fin a más de dos décadas de influencia cubana sobre Venezuela.
En la novela de la revolución, Maduro es un personaje que no puede morir aunque le caiga encima un tren cargado de crisis: hiperinflación, migración, aislamiento internacional, corrupción, crimen organizado y un país desangrado. Solo muere políticamente o físicamente, cuando al autor de la historia le haga falta, cuando ya no le sirva como herramienta de poder.
De momento, Cuba necesita a Maduro vivo, obediente y sostenido artificialmente, aunque sea a base de represión y miseria. Y por eso lo rodea de sus propios hombres, para que no se escape del guion, para que no se atreva a rendirse.
Para que, como Allende en la versión que ellos escribieron, solo tenga permitido “morir” cuando la revolución decida convertirlo en mito. Mientras tanto, Venezuela queda atrapada en una ficción macabra donde el final lo escriben los castristas, lejos del sufrimiento real de su pueblo.