Enter your email address below and subscribe to our newsletter

La soledad pesa más que cualquier edad

Comparte esta noticia

(Carta de un anciana de una residencia (No en Cuba, por supuesto)

Tengo 82 años. Cuatro hijos. Once nietos. Dos bisnietos. Y un dormitorio de doce metros cuadrados.

Toda una vida cabe ahora en este pequeño espacio, donde cada objeto ha perdido peso y cada recuerdo se ha vuelto más grande que las paredes. Ya no tengo mi casa, ni mis muebles gastados, ni mi jardín donde solía sentarme a ver caer la tarde. Pero tengo una cama hecha por manos ajenas, una bandeja de comida que llega a la hora exacta, una enfermera que me toma la presión y me pregunta si dormí bien.

Dicen que estoy cuidada. Dicen que estoy acompañada. Pero la verdad es que nunca había conocido una soledad tan ruidosa.

Mis nietos ya no corren por el pasillo, ni pelean por quién se sienta a mi lado. La vida de ellos quedó lejos, allá afuera, avanzando con prisa mientras la mía se repliega lentamente. Unos vienen cada quince días. Otros, cada tres o cuatro meses. Y algunos… bueno, algunos ya no vienen.

Antes hacía croquetas, huevos rellenos, rollitos de carne picada. Antes bordaba punto de cruz con la paciencia de quien tiene tiempo por delante.

Ahora me quedan un par de aficiones, alguna manualidad que me distrae, y este sudoku que, por un rato, engaña a la tristeza.

Hago terapia ocupacional. Ayudo a quienes están peor que yo. Pero intento no encariñarme demasiado; aquí la ausencia se sienta en nuestra mesa más a menudo que cualquier visita.

La vida, dicen, es cada vez más larga. Yo me pregunto: ¿para qué, si los últimos años se viven lejos de todo lo que un día llamamos hogar?

Cuando estoy sola, miro las fotos que traje conmigo. Ellas son mi ventana al mundo: mis hijos cuando eran pequeños, mis nietos con las caras llenas de chocolate, las navidades ruidosas, los cumpleaños llenos de velas y risas. Esas imágenes sostienen lo que queda de mí.

Y pienso en algo que deseo con todo el corazón: que las generaciones que vienen entiendan lo que nosotros olvidamos.

La familia no es solo para criar hijos. También es para acompañar a nuestros padres cuando ya no pueden caminar tan rápido. Es para devolver un poco del tiempo, de la ternura, de las noches en vela que ellos nos entregaron sin esperar nada a cambio.

No escribo esta carta para reprochar. La escribo para recordar. Para decir que, al final, lo único que importa no son las casas, ni los muebles, ni los días que se repiten.

Lo único que queda es el amor que dimos y el que recibimos. Y cuando eso falta… la soledad pesa más que cualquier edad.

Deja un comentario