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Por Esteban Fernández Roig

Miami.- Alegría inconmensurable sentía cuando era precisamente mi madre quien año tras año me prendía una rosa roja en mi camisa blanca rumbo a la escuela. Era un símbolo inequívoco de que ella vivía.

Me encantaba la costumbre hasta un aciago día en que conocí a un niño, llamado Wilfredo, quien llevaba prendida en su pecho una flor blanca.

He dado muchos abrazos en mi vida, ese fue el primero, y le dije: “¡Lo siento mucho!” Vi lágrimas en sus ojos.

Nunca más seguí la bella costumbre. Porque si bien sentí tristeza de conocer a un muchachito huérfano, al mismo tiempo -egoístamente- sentí el alivio y la inmensa dicha de tener la mía viva.

Fue en ese instante cuando dejé de mirar a mi madre como el más útil de los objetos, como mi sirvienta, como mi enfermera y mi cocinera…

Surgió una metamorfosis en mi. Comencé a verla como el ser humano que me tuvo nueve meses en su vientre. La veía como quien sufrió náuseas y profundos dolores de parto.

Esa gran mujer me tuvo, no me abortó. Me amenazó pero no me pegó. Me embadurnó de Vicks de pies a cabeza y me colmó de besos y abrazos. Mientras yo me consideraba “feo”, ella -a capa y espada- sostenía todo lo contrario.

En ese momento, y desde ese preciso día, no le dije, ni volví a repetirle jamás mis mil veces acostumbrados y pesados: “Mami, alcánzame”, ni “Mamá, tráeme un vaso de agua”…

De ahí en lo adelante fue todo lo contrario. Al llegar a la casa la encontré con un palo de trapear en sus manos. Lo hacía después de haberle tirado agua y creolina (para dejar pulcro y brilloso) al portal de la casita de Pinillos 463. Me sentí plenamente conmovido…

Sorprendida paró su labor cotidiana cuando le pregunté: “Mami ¿en qué puedo ayudarte?” Se quedó estupefacta. Jamás había escuchado esas palabras salidas de mi boca.

Se rió al decirme: “¿Tú estás loco muchacho? No sabes que tu padre sostiene categóricamente que los machos no cocinan, ni planchan, ni tocan una escoba. Tampoco usan un plumero ni un trapeador?”

Repito, no volví a ponerme la rosa roja. No necesitaba exhibirle a nadie que tenía mi madre viva. Gracias a aquel triste muchacho huérfano, gracias a su rosa blanca, mi madre dejó de ser mi sirvienta para yo servirle a ella.

Al fallecer la gran Ana María -allá en la distancia- no me puse la rosa blanca. No era necesario, ya en mi pecho y en corazón ahí estaba, está y estará ella.

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