Enter your email address below and subscribe to our newsletter

La noche que no existió o el silencio de las cazuelas

Comparte esta noticia

Por Max Astudillo ()

La Habana.- Es curioso cómo a veces el sonido más estruendoso puede producir el silencio más perfecto. En la noche del 8 al 9 de diciembre, en barrios de La Habana como Marianao, en 10 de Octubre, Alamar, o en calles de Baracoa, en rincones de una geografía que parecía cosida a puntos por el descontento, sonó un repique sordo y bronco.

Era el ruido de las cucharas contra el fondo vacío de las ollas. Un sonido antiguo, de hambre y de furia, que en otros países anuncia el principio de algo o el final de todo. En Cuba, según lees la prensa oficial al día siguiente, no sucedió absolutamente nada. Fue un concierto fantasmal. Granma, ese diario que parece escrito por un notario del limbo, no registró en sus páginas ni una vibración. Para sus redactores, la noche fue tan tranquila como la superficie de un lago envenenado.

Mientras la gente salía a los balcones o a las puertas, con la penumbra de los apagones como cómplice, para golpear lo poco que les queda –la cazuela del arroz, la olla de los frijoles–, la redacción de Granma debía de estar decidiendo el tamaño de la foto de Fidel para la cobertura del Festival de Cine de La Habana.

O ponderando la trascendencia de una viceministra del Minrex reclamando, no sé, más respeto para la lucha cubana contra las drogas, que es como pedirle más celo antincendios a un pirómano. O recreándose, con esa fruición burocrática que los caracteriza, en los detalles de la sanción a Alejandro Gil. Temas importantes, sin duda. Más importantes, al menos, que el rumor sordo de un país que ya no aguanta más.

La batalla perdida… o ganada

Hay una derrota íntima en no ser ni siquiera noticia para tu propio opresor. Es como si te rebelaras en un sueño ajeno. El cacerolazo no fue una protesta organizada, fue un tic nervioso colectivo, un espasmo de dignidad. Pedían luz, comida, libertad. Y, sobre todo, pedían que se fueran ya los Castro, Díaz-Canel y toda esa farsa con galones.

Pero para el periódico que hace de boletín oficial del régimen, admitir ese sonido sería como reconocer que el paciente, del que llevan décadas dictando partes de robusta salud, tiene metástasis en cada órgano. Sería confesar que más de la mitad de la batalla –la de la propaganda, la del relato– está perdida. O ganada, si miras desde el otro lado, desde la acera de los que tienen la cuchara en la mano y el estómago en el puño.

Así que optan por el método más viejo y cutre: la omisión. Si no lo escribimos, no ha pasado. Si no ha pasado, la gente dudará de sus propios oídos. Es la magia barata del poder totalitario, creer que la realidad se pliega a los titulares.

Mientras en las calles sonaban los cacerolazos, en las páginas de Granma resonaba el silencio administrativo, el rumor de las ruedas de prensa, el eco de las consignas vacías. Un mundo paralelo, pulcro y muerto, donde los problemas son siempre de otros, los errores se convierten en enseñanzas y el pueblo, ese ente abstracto al que tanto invocan, nunca golpea una olla a las dos de la madrugada porque no tiene luz ni comida.

Ellos no oyen, pero el mundo escucha

Pero el final se sigue acercando. No en los periódicos, claro. En los periódicos nunca se acerca nada; todo es eterno, inmóvil, embalsamado en tinta y mentira. El final se acerca en el sonido que crece, en la paciencia que se agota, en la certeza de que ya no hay miedo que valga frente a un refrigerador vacío y un hijo llorando en la oscuridad.

Se acerca en la distancia que hay entre el titular de Granma y el gesto desesperado de una madre buscando algo para darle de comer. Esa distancia es un abismo. Y los abismos, antes o después, terminan tragándose todo, incluso a los que fingen que no están ahí.

Lo más triste, lo más revelador, no es que el régimen mienta. Es que se crea sus propias mentiras. Que lean su periódico y piensen que así es el país. Que el único cacerolazo que existe es el que no publican. Y que, en esa ficción, sigan dando portada a festivales de cine y declaraciones de viceministros, mientras fuera, en la noche verdadera, la gente les dice adiós con el único lenguaje que les han dejado: el golpe seco, testarudo, imparable, de la cuchara contra la olla vacía.

Es el réquiem que ellos no oyen. Y que, sin embargo, todo el mundo está empezando a escuchar.

Deja un comentario