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La nación que no puede sepultar a sus muertos

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Por Elier Vicet ()

Santiago de Cuba.- En Contramaestre, el silencio más profundo no es el de los cementerios al caer la noche, sino el del poder ante una pregunta esencial: ¿cómo se entierra a los muertos cuando el Estado ha muerto en vida? Un municipio entero, hoy, camina con los pies en el lodo de una verdad obscena: no existe un solo carro fúnebre en funcionamiento. Ninguno. Cero.

Esta no es una estadística de una crónica menor; es la línea cero de la dignidad, el punto exacto donde se desvanece el último aliento de lo civil. Las familias, ya destrozadas por el dolor íntimo, deben convertirse en improvisados séquitos mortuorios, arrastrando féretros en carretas, acomodándolos en camiones de carga, transformando el último adiós en una peregrinación forzada y humillante.

Esto trasciende, con mucho, el “inconveniente técnico” del que habla la jerga burocrática para nombrar el derrumbe. Es la materialización de un abandono que alcanza categoría de crimen. El servicio fúnebre es el contrato social más básico, el último y mínimo gesto que una comunidad organizada ofrece a sus miembros: la garantía de un tránsito ordenado, respetuoso, fuera de la intemperie. Su colapso es la prueba irrefutable, no de una carencia, sino de la descomposición terminal del organismo público. Cuando ni siquiera la muerte puede administrarse con decoro, es que todo lo demás ya ha perecido.

Frente a este abismo, la respuesta del poder es un vacío que grita. El primer Secretario del Partido en el territorio -Contramaestre-, máximo responsable político, guarda un silencio cómplice que es, en sí mismo, una declaración. No hay explicación que valga, ni solución esbozada, ni el pálido reflejo de una disculpa. Su mutismo es la losa que el Estado añade al peso del ataúd. Mientras, el pueblo asume, con una estoicismo que debería incendiar la conciencia de los gobernantes, la carga literal de sus muertos. En ese forcejeo físico con la pérdida se cifra la verdadera relación de fuerzas: un régimen que se desentiende y un pueblo que, aún de rodillas, sostiene lo que el poder dejó caer.

Incapacidad total

Las exigencias que brotan de este dolor son de una elementalidad que avergüenza. No se piden maravillas tecnológicas ni promesas de futuros espléndidos. Se clama por lo básico: una respuesta, un vehículo en condiciones, una explicación transparente, una responsabilidad asumida. El grito de “¡Servicios fúnebres YA!” es la medida exacta de la regresión: es la demanda de lo que cualquier aldea, por remota que sea, considera un servicio elemental. Contramaestre no pide privilegios; exige no ser tratado con menos consideración que la más olvidada comunidad del planeta.

Este drama municipal, sin embargo, no es una anomalía. Es el síntoma más nítido de la metástasis. Cuba se ha convertido en un Estado fallido que falla en lo fundamental: garantizar la vida, y cuando no puede, administrar la muerte con respeto. La incapacidad para enterrar a sus muertos es la metáfora perfecta de una nación a la que se le ha negado hasta el derecho a un final simbólico. Es el fracaso que persigue al ciudadano más allá del último suspiro, humillando al vivo en su duelo y profanando la memoria del que se fue.

Por eso, la dignidad que se reclama para los muertos es, en realidad, la única que puede salvar a los vivos. “¡Dignidad para nuestros muertos y para nuestros vivos!” no es un eslogan; es un axioma de supervivencia moral. Mientras el pueblo cargue sobre sus espaldas el peso de los féretros y el peso del abandono, el régimen seguirá liviano, irresponsable, flotando en su mar de retórica y control. Pero cada carreta que avanza hacia el camposanto, cada camión prestado que hace las veces de carroza, es una procesión silenciosa que entierra, una vez más, la legitimidad de quienes miran para otro lado. La verdadera sepultura que está en juego no es la de los difuntos de Contramaestre, sino la del pacto que un día pretendió llamarse Revolución.

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