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Por Oscar Durán
La Habana.- Cuba, la isla que alguna vez presumió de sus logros en salud y educación, se enfrenta hoy a una realidad demográfica que le revienta en la cara: somos menos, somos viejos y estamos más solos.
La Oficina Nacional de Estadística e Información (ONEI) lo acaba de confirmar, como quien lanza un parte de guerra: entre 2020 y 2024, la Mayor de las Antillas perdió más de 1,4 millones de habitantes. Y el año pasado, específicamente, fueron 307.961 cubanos los que se borraron del mapa nacional. Un país que se achica y se desangra en silencio.
Mientras Miguel Díaz-Canel sigue tuiteando estupideces y culpando a Estados Unidos de hasta las manchas del sol, la realidad cubana lo pone en evidencia: 71.358 nacimientos en 2024, la cifra más baja en los últimos 65 años. ¿Cómo se le hace un hijo a esta desgracia? ¿Quién puede traer una criatura al mundo cuando no hay leche, no hay luz, no hay esperanza? Cada niño nacido en Cuba hoy es un acto de heroicidad o de inconsciencia. La natalidad está desplomada porque la vida en la isla no vale la pena vivirla.
Pero lo más alarmante no es solo que nacen menos, sino que se van más. El saldo migratorio negativo del año pasado fue de -251.221 personas. Se fueron, se largaron, se marcharon sin mirar atrás. Es la mayor fuga humana desde el Mariel, y con un agravante: esta vez se va el talento, la juventud, las fuerzas productivas. Cuba se está quedando con los viejos, con los enfermos, con los que no tienen a dónde ir o a quién abrazar.
El 25,7 % de la población ya tiene más de 60 años. Somos un país de abuelos sin nietos, de casas silenciosas, de colas en las farmacias para comprar pastillas que no existen. Esta vejez generalizada no solo amenaza con colapsar el sistema de salud, ya de por sí maltrecho, sino que adelanta el final de una estructura económica anacrónica e inservible. ¿Quién va a levantar un país con bastones?
El gobierno, en su eterno ejercicio de postergación, ha anunciado que hará un censo en 2025. Bravo. Dos meses recogiendo datos con dispositivos móviles en un país donde la conexión a internet es una broma cruel. No se necesita un censo para saber lo que se ve en cada barrio, en cada cuadra: hay menos risas infantiles y más funerales. Menos escuelas llenas y más sillas vacías. Más ancianos con pensiones de miseria y menos manos para cuidarlos.
Lo peor es que a nadie en el poder parece importarle. Ellos siguen viajando, pidiendo limosnas en Europa, fumando tabacos en galas de lujo mientras la isla se convierte en un geriátrico sin futuro. No hay políticas públicas reales para revertir esta tendencia. No hay incentivos para quedarse, ni garantías para nacer, ni sueños que valgan la pena perseguir dentro de los límites de este encierro.
Cuba no se muere de un balazo ni de una explosión. Se muere de abandono, de cansancio, de envejecimiento. Y mientras eso ocurre, sus dirigentes reparten consignas como si fueran pastillas de vitaminas. Pero no hay vitamina que reviva a un país que ha perdido la fe. La isla se vacía. La isla envejece. Y la isla, simplemente, se apaga.