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La historia detrás de la foto (LXIV)

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Por Oscar Durán

La Habana.- Hay imágenes que por sí solas valen más que un editorial entero. No hacen falta grandes titulares ni sesudos análisis económicos para entender la magnitud del cinismo que gobierna en Cuba. Basta con mirar una mesa cubierta de copas relucientes, servilletas dobladas como torres de marfil y un fondo de oro y luces donde el lujo parece insultar. Esa escena, tan elegante como ofensiva, contrasta con los platos vacíos de los que en la isla todavía se preguntan qué se comerá mañana.

Ni les voy a decir el nombre de esos dos personajes. Ustedes los conocen de sobra. Resulta grotesco ver cómo esos portavoces de la miseria se transforman, fuera de cámaras, en sibaritas del comunismo. En la televisión defienden el discurso de la igualdad, repiten la letanía de la resistencia y culpan al embargo de cada lágrima que derrama un pueblo agotado. Pero apenas cruzan la frontera, se sientan en restaurantes de ensueño, beben vino importado y sonríen como si el hambre fuera un mito inventado por los enemigos del socialismo. Los que predican el sacrificio ajeno, se consagran a la gula propia.

El doble rasero de la nomenclatura cubana no necesita guion. Es un teatro que se escribe solo. Mientras en la isla se raciona el pan, en el extranjero se derrocha champán. Mientras el cubano hace colas kilométricas por una bandeja con arroz y chícharo, los defensores del régimen posan frente a murales barrocos que bien podrían pertenecer a la aristocracia zarista. Esa es la gran ironía: los supuestos enemigos del lujo viviendo como zares, los guardianes del proletariado convertidos en burgueses de ocasión.

La propaganda del poder se sostiene en un relato de sacrificio colectivo que ya nadie cree. En un país donde la pobreza es norma y la dignidad se mide por lo que se aguanta, ver a sus voceros codearse con la opulencia es un golpe bajo a la moral de los de abajo. Es la prueba irrefutable de que el socialismo cubano hace tiempo dejó de ser ideología para convertirse en franquicia personal, un negocio donde unos pocos venden miseria y compran glamour.

La historia se encargará de ajustar las cuentas. Cada foto, cada cena, cada sonrisa en medio del esplendor ajeno quedará como testimonio del engaño. Porque al final, los dictadores y sus coristas terminan en el mismo álbum de la infamia. Y cuando la mesa del pueblo vuelva a tener pan, esos banquetes de la hipocresía serán recordados como el último brindis de los que se decían revolucionarios, pero vivían como reyes.

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