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LA HABANA, DONDE HASTA LA ESPERANZA MUERE

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Por Anette Espinosa ()

La Habana.- La ciudad está herida y amaneció triste y apagada. Solo unos pocos transeúntes se mueven por la avenida. No se ve un carro y sí árboles caído por doquier. El panorama es terrible, y eso que el huracán Rafael no golpeó de lleno la urbe, que cada vez está más desvencijada.

Un poste de electricidad, con su transformador, cayó al medio de la calle a unos metros de una casa, casi sobre la misma esquina. Más allá, en el parque, un viejo álamo se derrumbó sobre una cerca, y los gajos de sus compañeros de años permanecen atravesados sobre un hueco en el pavimento.

La mayoría de las casas siguen cerradas, aunque de vez en cuando se abre una ventana, una mujer, y algún hombre también, asoma la cabeza, mira a un lado o al otro, y la vuelve a esconder. Mi vecino es uno de ellos y me pregunta si habrá pan hoy, o si estarán dando aerosoles en el policlínico. A lo que le respondo con un gesto evidente y vuelve a esconderse en su casa.

Un perro pasa sobre unos cables sin inmutarse, porque tal vez hasta él sepa que no hay corriente, que desde hace muchas horas el servicio eléctrico se fue, y que demorará mucho en volver, porque no es solo problemas del huracán. Un gato lo mira con asombro desde el portal del frente, lleno de hojas, y pedazos de pintura que fueron arrancados en láminas por los vientos de Rafael.

Más lejos, unos 100 metros, se ve el techo de lo que fue la pescadería, levantado. Y la puerta de cristal del frente arrancada. No hay porqué preocuparse. Allí hace mucho no venden pescado. Tal vez una década. O dos. Ya ni los gatos se paraban a oler cuando pasaban por el lugar.

Y la escuela no tiene ventanas. El viejo guardián que duerme allí todas las noches, ya terminó su turno y se fue. Lo vi ponerse la gorra, la capa y salir, haciendo movimientos horizontales con la cabeza, tal vez preguntándose los motivos por los cuales la directora no había llegado temprano, aunque seguro que él lo sabe: no hay transporte, ni habrá.

El viejo guardián no tiene familia. Su esposa y los dos hijastros lo dejaron hace unos meses. Le prometieron que se ocuparían de él, pero desde el día que los despidió en el aeropuerto, solo recibió un mensaje del más chiquito, una vez, para decirles que las cosas iban bien y que lo reclamarían. Y nada más. No tuvo más opciones que buscarse un trabajo en la escuela, de CVP, para agregar algo a los mil 600 pesos que recibe de jubilación.

«¡Pongan la corriente, al menos para saber!», grita alguien en algún lugar de la calle, desde alguna casa. El grito es desesperado e incierto, porque él sabe que no habrá corriente en muchas horas, tal vez días, como ya ocurrió hace unas semanas cuando se cayó completamente el Sistema Electroenergético Nacional. Además de todos los daños a las redes de la capital, que vive un día más de penurias, sin tener claridad sobre cuándo terminará su calvario, o el de su gente.

La Habana, que siempre fue alegre y bullanguera, hace mucho anda triste. Y ahora, además, está herida. Los continuos golpes hacen mella en las edificaciones y en su gente, que reciben el día con pesimismo. Y lo peor de todo puede llegar en horas, cuando los edificios comiencen a secar, las paredes a resquebrajarse y comiencen los derrumbes, como sucede siempre.

Por el momento, llueve a ratos, después escampa, y a lo lejos se ve el mar, aún rebelde, con esa hidalguía que los cubanos al parecer perdimos.

 

 

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