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LA GUERRA EN UNA PERSPECTIVA ARTÍSTICA Y FILOSÓFICA

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Tomado de MUY Interesante

Madrid.- La guerra, a menudo vista solo a través del prisma de su brutalidad y tragedia, también posee una dimensión estética y artística sorprendentemente rica. Este artículo ofrece una perspectiva inusual, examinando cómo la guerra ha sido interpretada y representada como una forma de arte.

La pólvora, de origen discutido, aterró a los caballeros y trastocó el orden de los ejércitos, que entraron con ella en la Edad Moderna. Curiosamente, esta verdadera revolución significó también el renacimiento de los soldados que habían dominado la guerra en Grecia y Roma: los peones o infantes, los simples soldados de a pie.

Las armas de fuego son piezas de artillería pesadas y difíciles de fabricar, transportar y manejar, pero cuyo efecto físico sobre fortalezas, muros y combatientes es tal que su proliferación se aceleró y no hay asedio o fortificación que no cuente con ellas. Aún más importante es su efecto psicológico: desde el principio son tenidas por armas malignas, deshonrosas y hasta diabólicas.

El pintor, escultor, arquitecto e ingeniero militar Francesco di Giorgio Martini (1439-1502), constructor del Duomo de Milán, escribió en su tratado De los artilleros: “Los modernos han encontrado un instrumento de tanta violencia que contra él poco o nada valen las armas, los estudios, la gallardía… El cual, no sin razón, es tenido por algunos como invención no humana, sino diabólica”. Sin embargo, en ese tratado, Martini trazó los cánones para la fabricación y el uso de las armas de fuego, así como la relación entre la cantidad de pólvora y el peso del proyectil o entre la longitud, el diámetro –calibre– y el espesor “del cuerpo del cañón”.

Su obra es uno de los primeros estudios teóricos sobre la artillería, pero también un ejemplo clásico de la doble moral típica de la época, que consideraba por 146 un lado indigna un arma de fuego –el propio Shakespeare, en su Enrique IV, no duda en denominar a la pólvora this villainous saltpetre, “el bellaco salitre”– y, por otro, no tenía reparos en fabricarla y usarla.

Los primeros igualadores

El progreso en la fabricación de la artillería dio paso a las primeras armas de fuego portátiles, y ya el citado Martini mencionaba entre las “diez clases de modelos de estas máquinas” una pieza de pequeño tamaño, “la décima y última”, llamada fusil, “de 2 a 3 pies de longitud: la balilla (de plomo) pesa de cuatro a seis dracmas”. Es decir, que se trataba de armas portátiles, de entre 65 cm y 1 m de longitud y capaces de disparar balas con un peso de 15 a 20 gramos.

Edward, el Príncipe Negro (1330- 1376), luchando en la batalla de Crécy, durante la Guerra de los Cien Años. Foto: GETTY

Edward, el Príncipe Negro (1330- 1376), luchando en la batalla de Crécy, durante la Guerra de los Cien Años. Foto: GETTY

Un arma semejante ya había sido descrita por Pío II (1405-1464), pontífice humanista y aventurero que supo igual de las artes amatorias que de las guerreras, como “un instrumento de hierro y cobre, de longitud adaptada a la humana, cuyo grueso permite asirlo con la mano y casi todo hueco, en cuya boca, cuando ya contiene la pólvora, se introduce una balilla de plomo del tamaño de una nuez que, al prender la pólvora, adquiere tanta fuerza que sale como un rayo y se oye como el ruido de un trueno…

No hay armadura que detenga el disparo de esta arma”. Estas máquinas plebeyas —la cara artillería era privilegio de los reyes— se convertirán en los primeros igualadores que, como antes el arco largo y la ballesta —otras armas innobles, propias de villanos—, acabarán con la hegemonía de la caballería pesada que había dominado el campo de batalla medieval y, por tanto, con la nobleza guerrera, a pesar de los intentos de prohibirlas entre los cristianos.

Hay que decir que los nobles guerreros, a pesar de su aparente desprecio por estos instrumentos diabólicos, no dudarán en incorporarlos a sus arsenales y, así, no tardarán en disponer de poitrinales o petrinales, que se fijaban para dispararlos a un soporte de la silla, y los combinaban con las mazas y hachas de guerra, convertidas en hisopos. El Príncipe Negro –Eduardo de Gales, hijo de Eduardo III–, durante la Guerra de los Cien Años, usaba un hisopo capaz de disparar cuatro tiros desde su montura.

El renacer de la infantería

Todos estos instrumentos tenían dos graves inconvenientes: por un lado, a la pólvora había que darle fuego con una mecha mediante un serpentín o palanca en doble curva, accionado manualmente; además, resultaba prácticamente imposible la recarga en medio del combate. Pero muy pronto aparecen –entre 1450 y 1470– los serpentines de muelle y de disparo, que perfeccionan las armas de fuego portátiles y hacen de los arcabuceros un elemento esencial de los ejércitos.

Aunque no fue la técnica, ni las armas de fuego, el factor decisivo en el regreso de la infantería a su puesto prominente en el campo de batalla. Durante la Edad Media, la caballería ya había mostrado crisis preocupantes en batallas como las de Crécy (1346), Poitiers (1356), Aljubarrota (1385) o Agincourt (1415), en la que la flor y nata de la caballería francesa, entonces considerada invencible, resultó masacrada por los bien armados y mejor entrenados arqueros ingleses.

La razón era que, por primera vez en siglos, la infantería ya no se presentaba como una masa desorganizada y mal equipada de campesinos, forzados por las levas a luchar por su señor. Reunida en densas y sólidas formaciones, disciplinadas y jerarquizadas al modo de las antiguas falanges macedónicas, la infantería se oponía a la caballería de pesadas armaduras levantando un bosque de largas picas, más largas aún que las doru de los hoplitas de la Antigüedad.

A veces incluso se protegían, como los arqueros y ballesteros, detrás de barreras de estacas clavadas en tierra, como verdaderos caballos de Frisia. Contra esos cuadros de 31 filas por 31 columnas, inventados por los campesinos suizos en su lucha contra Carlos el Temerario y perfeccionados luego por los tercios españoles (que les añadieron grupos laterales de arcabuceros –llamados mangas– para evitar el flanqueo), nada podía la carga más audaz, cuya única esperanza era el desfondamiento de las formaciones enemigas por el impulso del choque más violento.

Arcabucero español, grabado coloreado de 1883. Foto: ALBUM

Arcabucero español, grabado coloreado de 1883. Foto: ALBUM

Si, además, un hábil estratega elegía el terreno más adecuado –accidentado o embarrado, por ejemplo– para que el ímpetu de la caballería se desacelerase, nada tiene de extraño que la infantería volviera a ocupar, junto con las perfeccionadas armas de fuego portátiles y la cada vez más ágil y numerosa artillería, el lugar privilegiado en la batalla.

A tiros y al galope

No obstante, este renacer de la infantería no significó el final de la caballería. Posteriores progresos técnicos, como el mecanismo de rueda (un sistema de encendido de la pólvora que aprovechaba las chispas desprendidas de un pedernal mediante el roce con una rueda dentada, que giraba gracias a un muelle al liberar la presión sobre el gatillo), permitieron armar a los llamados arcabuceros y mosqueteros a caballo, cuyas primeras unidades fueron creadas en 1496 por el condotiero Camilo Vitelli, que pretendía proporcionar una mayor movilidad a la infantería y, sobre todo, deshacer las formaciones de caballería pesada, que ahora iban armadas con pistolas –un arma de llave de rueda como los arcabuces, pero de hasta 60 cm de largo– y utilizaban la táctica llamada “caracoleo”, consistente en acercarse a distancia de tiro a los cuadros de infantería, disparar y retirarse, sin llegar al choque.

Se harían famosos los príncipes alemanes conocidos como “coraceros o caballeros negros”, que lucharon de esta forma, con sus armaduras completas, espadas y hasta tres pistolas, en las filas imperiales durante la Guerra de los Treinta Años (su prototipo fue el condotiero bávaro conde Gottfried Heinrich von Pappenheim, 1594-1632).

Ejércitos de mercenarios

Desde siempre, como dice el proverbio latino, el dinero ha sido el nervio de la guerra, pero es en el Renacimiento cuando aparecen de forma institucionalizada los profesionales de lo bélico. El soldado —la misma palabra proviene de “sueldo”, la moneda con la que se pagaba al legionario de Roma— es un mercenario, pero jura fidelidad a su pagador, el Estado.

En la Edad Media ya se hicieron famosos algunos mercenarios como los almogávares, pero en Italia, durante el siglo XV, los tiranos de los grandes ducados y ciudades dependían para sus guerras de verdaderos profesionales, bien entrenados, pertrechados y capitaneados por los condotieros —conductores, en su origen italiano—, que c o m – batían exclusivamente por la paga y no tenían ningún reparo, acabado su contrato, en luchar a favor de quien antes era su enemigo.

Se hicieron célebres los mercenarios alemanes (los lansquenetes) y suizos. En origen, se trataba de siervos (lansquenete viene del alemán land, tierra, y knecht, siervo) que el señor feudal empleaba como peones armados con picas o alabardas. Liberados unos y otros de la dura vida del campo o de las montañas, recorrían Europa al servicio de quienes les ofreciesen salario.

Estatua ecuestre del condotiero Gattamelata por Donatello. Foto: Shutterstock

Estatua ecuestre del condotiero Gattamelata por Donatello. Foto: Shutterstock

Los suizos, en su mayoría provenientes de los cantones más pobres y densamente poblados, regresaban a sus casas en invierno gracias a la paga y el botín obtenidos en la guerra. Tras la batalla de Pavía (1525), estos mercenarios al servicio de Francisco I de Francia se declararon en huelga reclamando que no habían recibido su pagaPas d’argent, pas de Suisses! (¡Si no hay dinero, no hay suizos!). Los últimos regimientos suizos al servicio de Francia fueron disueltos en 1830, pero todavía hoy sobrevive uno de esos cuerpos, la guardia vaticana.

Curiosamente, las guerras realizadas por mercenarios resultaron a la postre menos sangrientas, pues les resultaba más rentable hacer prisioneros por los que obtener un rescate que matar y destruir; además, cuanto más durara la campaña, mayor beneficio. Incluso se ponían de acuerdo los de uno y otro bando para causarse entre ellos el menor daño posible. Así, algunos condotieros famosos, como Prospero Colonna o Paolo Vittelli, llegaron a afirmar que “la guerra no es solo un arte, sino un negocio que se gana más por la industria (la habilidad) y la astucia que por las armas”.

Un arte maquiavélico

Por primera vez desde la época clásica, se escribieron y publicaron en Occidente tratados sobre el arte de la guerra. Naturalmente dirigidos a la élite, a quienes ejercen el mando político, económico y militar, muchos presentan la forma de memorias, o las cuestiones bélicas y estratégicas aparecen entre otras consideraciones.

El gran Maquiavelo dedicará al asunto una obra completa, El arte de la guerra (1521), un supuesto diálogo entre varios florentinos y el condotiero Fabrizio Colonna, que no es más que el anverso de su célebre El príncipe (1513); detalla las virtudes militares del líder que lleve a cabo a la perfección el arte de gobernar. 

Para Maquiavelo, el príncipe ha de preocuparse por conocer el arte de la guerra y debe tener en cuenta que una postura neutral es en muchos casos una posición desventajosa, que solamente retrasa la solución de los problemas. Ha de tener cuidado, avisa, de las alianzas con los poderosos, a los que siempre quedará subordinado y, por tanto, a su merced. Por el contrario, un aliado débil fortalece la propia posición. Con la vista puesta en Italia, llega a afirmar tajantemente: “Todo Estado necesita un ejército para poder sobrevivir”.

Es el cénitdel pensamiento realista, “maquiavélico”, que eliminará toda consideración para imponer la razón de Estado. En la táctica, Maquiavelo admiró la Epitoma rei militaris de Flavio Vegecio –el escritor romano del siglo IV a quien se debe, realmente, el conocido si vis pacem, para bellum: quien desee la paz, que prepare la guerra–, de quien retoma los usos y formas de hacer la guerra de las legiones romanas. Sin embargo, no llegó a apreciar el cambio en la batalla que la artillería y las armas de fuego impondrían.

Carlos V en la batalla de Mühlberg, obra de Tiziano (1548). Foto: GETTY

Carlos V en la batalla de Mühlberg, obra de Tiziano (1548). Foto: GETTY

Otro de los tratadistas de la guerra es el modenés Raimondo Montecuccoli (1608-1680), coronel de caballería al servicio de los Austrias, que luchó, entre otros, contra el genio militar sueco Gustavo II Adolfo, y cuya obra principal, Memoria de la guerra (póstuma, pues fue publicada en Venecia en 1703), es en realidad el primer texto moderno sobre el tema, y cuya difusión influyó a numerosas personalidades militares de la época.

El valor de la defensa

Como tantos otros cambios de importancia en el Renacimiento, la arquitectura militar evolucionó rápidamente en Italia, probablemente a la vista de las terribles destrucciones causadas por la artillería de Carlos VIII de Francia en su guerra contra Fernando de Aragón y la llamada Liga de Venecia (1494-1498). El castillo medieval, con sus torres cuadradas o redondas y sus muros rectos, da paso a los bastiones y muros inclinados, que mitigan el impacto de los proyectiles de la artillería y se adelantan, alejándose de los núcleos urbanos a los que protegen.

La ciencia y técnica del asedio dará lugar, por otra parte, a la aparición de nuevos oficios de guerra y, una vez más, como en los tiempos de Roma –no en vano es el renacer del conocimiento antiguo–, los ejércitos incluirán especialistas (zapadores, gastadores, minadores) en fortificaciones, trincheras, contratrincheras y minas. La artillería evolucionará hacia las piezas de baluarte y las de tiro curvo (morteros y obuses), capaces de rebasar las lejanas y altas murallas de las fortalezas disparando bombas huecas rellenas de pólvora, en vez de bolaños de piedra.

Superando la técnica del hierro forjado, los cañones serán ahora fundidos en cobre, y las mejoras en los mismos (aunque siguen siendo de ánima lisa y avancarga; es decir, sin rayado interior y cargados por la boca) y en las mezclas de las pólvoras elevarán su alcance hasta más de trescientos metros. E incluso aparecen piezas múltiples: los órganos, cuya invención algunos atribuyen erróneamente a Leonardo da Vinci, y los armones giratorios. 

Pero sobre todo aparecen la artillería de campaña, capaz de acompañar a los ejércitos en sus desplazamientos, y las piezas autopropulsadas como los cañones falcados alemanes (defendidos con falcas y hoces y que, protegidos por escudos de madera, podían alojar varios cañones). Toda una revolución en el arte de la guerra.

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