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Por Jorge Sotero ()
La Habana.- El fantasma que recorre las bodegas de añejamiento en Cuba no es etéreo, tiene la textura áspera de la caña que no se cosechó y el sabor amargo del alcohol que no se produjo. La industria del ron, una de las últimas cajas fuertes de divisas y un pilar de la identidad nacional, enfrenta una amenaza existencial.
No es una crisis cíclica, sino el punto final de un declive estructural: la producción azucarera, el alma de todo ron auténtico, ha tocado un fondo del que no se conoce precedente en más de un siglo y medio, con una zafra que no superó las 150.000 toneladas.

Mientras los turistas brindan con mojitos en La Habana Vieja, los maestros roneros miran con preocupación las barricas. Saben que el ron madre que hoy se embotella es el testimonio de un pasado más dulce; un recurso no renovable que se agota a cada sorbo.
La ecuación es simple y despiadada: sin azúcar cubana, no hay melaza cubana; y sin melaza cubana, no hay alcohol base para el ron cubano. Para ser considerado auténtico, el ron debe elaborarse con alcohol derivado de la caña de azúcar local, un requisito que se ha convertido en una losa.
La producción de alcohol etílico de 96°, esencial para destilar ron de calidad, se ha desplomado en un 70% desde 2019. Las destilerías, incluidas las que trabajan con conglomerados internacionales, sobreviven tirando de las reservas históricas guardadas en barriles de roble. Un ejecutivo anónimo del sector lo confirmó sin ambages: en un futuro cercano, «no habrá alcohol». La pregunta no es si se agotará la materia prima, sino cuándo ocurrirá.

Ante este callejón sin salida, el gobierno cubano se enfrenta a un dilema que delata el fracaso de su modelo: para mantener la producción, se verá forzado a importar alcohol de caña de Brasil, República Dominicana o de donde pueda. Sin embargo, esa solución de emergencia sería un suicidio identitario. El producto resultante, aunque se embotellase en la isla y llevase una etiqueta familiar, ya no sería «ron cubano».
Sería un licor híbrido, un trago sin alma, que traicionaría siglos de tradición y la propia definición legal que el Estado ha defendido con tanto empeño en foros internacionales. Esa posibilidad, lejos de ser una especulación, es un escenario que ya se está valorando en los despachos oficiales.

La responsabilidad de esta debacle recae inexorablemente sobre el castrismo y su gestión de la que fue «locomotora de la economía».
No se trata solo del embargo estadounidense o de la caída de la Unión Soviética, sino de décadas de decisiones erróneas: la desastrosa «Tarea Álvaro Reynoso» que en 2002 desmanteló masivamente los centrales azucareros y desmovilizó el conocimiento acumulado de generaciones; la falta crónica de inversión que ha dejado la infraestructura en una obsolescencia terminal; y unas políticas agrarias que abandonaron el campo cañero, provocando un éxodo rural y el abandono de los cultivos.
El régimen no solo mató la gallina de los huevos de oro, sino que descuidó hasta el corral.
Las consecuencias trascienden lo económico y manchan el ámbito cultural. Marcas globales como Havana Club o Ron Santiago, fruto de joint-ventures con gigantes como Pernod Ricard o Diageo, verán peligrar la esencia de su producto.
¿Conservarán su prestigio en el mercado global unos rones que, para sobrevivir, hayan tenido que renunciar a su ingrediente fundamental? Es altamente improbable. La posible desaparición parcial o total de los rones cubanos auténticos no sería un simple ajuste de mercado; sería una amputación de un símbolo nacional, comparable a que Francia renunciase a su champagne o Escocia a su whisky. Sería la prueba final de que un modelo político es incapaz de preservar lo más valioso de la nación que dice proteger.

El futuro del ron cubano pende de un hilo. Cuando se agote el último litro de alcohol guardado de las zafras gloriosas, Cuba se enfrentará a una elección trágica: dejar de producir sus rones emblemáticos o fabricar un sucedáneo con alcohol extranjero. Ambas opciones son una derrota. La primera, ante la realidad. La segunda, ante la historia.
El castrismo, que se jactó de defender la soberanía nacional, habrá sido el artífice de la mayor dependencia: la de importar, no un producto terminado, sino la propia esencia de su identidad. El silencio que entonces invada las bodegas de añejamiento será el monumento definitivo a seis décadas de fracaso.