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Por Datos Históricos
La Habana.- En la Inglaterra del siglo XVIII, las ejecuciones públicas eran casi un espectáculo popular. En Tyburn, los condenados solían recibir vítores si lograban despedirse con gracia, incluso si eran ladrones o asesinos.
Pero en 1767, cuando Elizabeth Brownrigg, partera de 47 años, subió al cadalso, la multitud no gritó ni sonrió. Nadie la celebraba. Todos la odiaban.
Durante años, Brownrigg había gozado de fama de mujer bondadosa, lo que le abrió las puertas del Hospital de St. Dunstan y la oportunidad de recibir aprendices huérfanas del Hospital Coram. Las niñas, al principio, la veían como una segunda madre. Pero esa máscara se quebró pronto.
La bondad dio paso a un tormento inimaginable. Cualquier error era castigado con un látigo o una vara de abedul. A veces las colgaba de ganchos en la cocina y las azotaba hasta dejarlas sangrando. Mary Jones escapó y mostró sus cicatrices, pero nadie le creyó. Mary Mitchell intentó huir después, fue capturada y sufrió aún peor destino.
La última fue Mary Clifford. Engañada para servir como aprendiz, terminó durmiendo en la carbonera, con heridas que nunca cicatrizaban. Su madre intentó verla, pero le cerraron la puerta. La verdad salió a la luz cuando un vecino la descubrió agonizando en el patio. Cuando las autoridades entraron, hallaron a Mary encerrada en un armario, cubierta de llagas infectadas. Murió poco después.
El juicio encendió la indignación. El esposo y el hijo de Brownrigg recibieron penas leves. Ella, en cambio, fue condenada a la horca. El día de la ejecución, la gente acudió no para entretenerse, sino para presenciar la caída de una mujer a la que consideraban el rostro mismo de la crueldad.
Ese día, Tyburn no aplaudió.
Tyburn escupió.