Berlín.- Llegué a Alemania un viernes y tuve que presentarme en la Oficina de Inmigración la semana siguiente. Durante el fin de semana conocí rápidamente la temible reputación de esta institución y la mala leche de esas señoras que te miran por encima de sus gafas de lectura y descargan sobre ti los efectos de su menopausia mal controlada.
«Mantienes la boca cerrada. Y sólo respondes sí o no», me advirtieron. Todo lo que digas puede y será utilizado en tu contra.
El lunes por la mañana temprano esperé largo rato ante la puerta marcada con el número 666 y no pude evitar tomar este detalle como un mal presagio. En el pasillo se oían rugidos. De vez en cuando salía alguien llorando, dejaba paso a otro desgraciado que comenzaba otro ciclo de gritos y llantos. Dicen que el piso vibraba durante aquellas sesiones, pero no puedo dar fe de ello porque después de la tercera víctima yo me mantuve todo el tiempo en el baño descargando mis miedos.
Llegado mi turno ante la bestia a media mañana, su cara acumulaba tanta ira que sus dioses se habían refugiado en una esquina del local, cabizbajos, detrás de una mesa cercana donde un africano intentaba rellenar unos papeles.
Me miró por encima de sus gafas y de repente perdí un par de centímetros de estatura. Tomó mis papeles, dio algunos manotazos sobre el teclado, hizo su discurso en perfecto alemán que no entendí, me entregó unos formularios y señaló la silla junto al africano.
Eran cosas sencillas, los datos personales utilizados en estos casos. No habían pasado dos minutos cuando le puse la planilla rellena delante. Volvió a mirarme a través de sus gafas, luego escaneó la página, se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa:
— You have very good handwriting! — Interpreté el uso del idioma como un signo de paz, sobre todo en la oficina de inmigración — I see you are an architect!
Se levantó y fue a mostrar mi hoja a la colega de la mesa vecina y como no tenía otra cosa que hacer, me acerqué al sudoroso africano que temblaba delante de su hoja en blanco. Utilizando signos y mi oxidado francés de la Alianza Francesa, le expliqué cómo rellenar su ficha, pero varios intentos después, en ausencia aún de la funcionaria, rellené yo mismo los espacios en blanco.
La señora regresó acompañada con su colega hechas todo sonrisas. Me hicieron saber ya en perfecto inglés, su satisfacción por la perfección de mi escritura, me dieron la bienvenida a Alemania y las gracias por haber ayudado al senegalés allí a mi lado.
Luego ambas se pusieron las gafas, se inclinaron sobre mi papel y disfrutaron viéndome completar mi nombre con una letra impecable, como habrían hecho mis profesoras de caligrafía de tercer grado. Un par de cuños más estábamos el senegalés y yo en el pasillo, todos felices.
Assane, recuerdo que era su nombre, me dio las gracias.
— No me debes nada a mí —le dije— sino a mi buena letra.
Veintitrés años después, no todo fue desarrollo personal. Debido al uso y abuso del ordenador frente al uso de la pluma, mi caligrafía deja mucho que desear y me resulta casi imposible utilizar la cursiva.
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