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Por Luis Alberto Ramirez ()
Miami.- El Tribunal de Justicia de Cuba anunció la condena a cadena perpetua del exministro Alejandro Gil, acusándolo de una larga lista de delitos: actos en perjuicio de la actividad económica o de la contratación; cohecho; sustracción y daño de documentos en custodia oficial; violación de sellos; e infracción de normas sobre documentos clasificados, estos últimos considerados “continuados”. A esto se suma que, en un juicio paralelo, el mismo régimen le impuso 20 años adicionales, como si una vida tras las rejas fuese insuficiente para enviar el mensaje político que buscan transmitir.
La sentencia incluye también sanciones accesorias: confiscación de bienes, prohibición de ocupar cargos que impliquen manejo de recursos, privación de derechos públicos y otras restricciones típicas de los procesos ejemplarizantes del poder. Lo curioso es que la nota oficial no menciona qué bienes fueron confiscados, quizás porque admitirlo implicaría aceptar que esos bienes se obtuvieron bajo la sombra y protección de las más altas estructuras gubernamentales.
Porque seamos sinceros: este hombre, culpable o no de lo que le imputan, no hizo nada que no sea práctica común dentro de la élite cubana. Su verdadera falta no parece ser la corrupción, esa es casi un requisito para ascender dentro del sistema, sino haber perdido la protección política que lo cubría. Gil simplemente siguió el manual no escrito del privilegio revolucionario: viajes en aviones privados a España para compras millonarias; hijos paseando en jets privados; hijastros estudiando en escuelas capitalistas que la población jamás podría pagar; romances con actrices de Hollywood; primeras compañeras o “Damas”, como prefieran llamarlas, usando diseñadores europeos; banquetes con chefs internacionales al tiempo que el país apenas sobrevive.
Es decir, la corrupción de gala que caracteriza a los intocables del poder. Mientras la élite del Partido vive entre lujos importados, el pueblo cubano enfrenta una realidad cada vez más insoportable: gente muriendo por falta de medicinas básicas, niños con piojos y afecciones de la piel por la escasez de productos de higiene, barrios completos sin agua ni para beber ni para bañarse, y la pesadilla diaria de no encontrar alimentos. Esa es la verdadera cara del país.
La condena a Gil es menos un acto de justicia y más una puesta en escena: el sacrificio público de un funcionario de alto rango para simular que hay mano dura contra la corrupción. Pero lo que ocurre en realidad es la vieja estrategia del régimen: señalar a uno para salvar a todos los demás.
Gil será el chivo expiatorio, el ejemplo que pretenden usar para decir que “nadie está por encima de la ley”, cuando en Cuba lo único por encima de la ley es la propia cúpula que hoy finge indignación moral. Al final, nada cambiará. Las puertas de los jets privados seguirán abiertas para las familias “correctas”, los banquetes seguirán realizándose en salones cerrados, tan cerrados como el juicio de Gil, y la miseria del pueblo seguirá siendo tratada como un daño colateral, la electricidad seguirá perdida, el agua, los alimentos, las medicinas y los cubanos se irán acostumbrando cada día más a su miseria, mientras que los elegidos de la revolución, seguirán viviendo como Carmelina.