Enter your email address below and subscribe to our newsletter

Comparte esta noticia

Por Jorge L. León (Historiador e investigador)

Houston.- Mientras los hechos históricos documentan el fracaso de las promesas revolucionarias en Cuba, un fenómeno aún más inquietante persiste: la defensa obstinada del proyecto por parte de sectores que, a pesar de la evidencia, continúan justificándolo como si se tratara de una gesta moral y no de uno de los mayores fraudes políticos del siglo XX.

La Revolución fue presentada como un proyecto de liberación, pero se transformó en un sistema cerrado, sin pluralismo, sin elecciones libres y sin respeto a los derechos humanos. Esa transformación no fue accidental. Fue estructural y deliberada. Lo extraordinario no es solo el incumplimiento de las promesas, sino la lealtad casi automática de quienes siguen respaldando ese relato, incluso cuando los resultados reales contradicen cada uno de sus postulados.

¿Hasta dónde puede llegar un ser humano en la defensa de una mentira? La respuesta está en la persistencia del discurso revolucionario entre antiguos militantes, intelectuales orgánicos y simpatizantes extranjeros que continúan repitiendo consignas desconectadas de la realidad. No se trata de desconocimiento: se trata de negación. Se aferran a la narrativa porque admitir el fraude implicaría reconocer que dedicaron su vida a una ficción política.

La defensa de la Revolución, en muchos casos, se ha convertido en una forma de autojustificación. Cuanto más evidente se hace el colapso del modelo, más radical resulta el discurso de sus defensores. La lealtad ya no es ideológica, es psicológica. No defienden un sistema: se defienden a sí mismos del peso de la verdad

Esto explica por qué todavía se escucha la frase “Yo soy Fidel” no como una expresión de identidad política legítima, sino como un rechazo a la realidad empírica. Es una consigna que funciona como escudo frente a los hechos. Mientras los cubanos enfrentan carencias estructurales, migración masiva, empobrecimiento y ausencia de derechos básicos, los defensores del modelo continúan proyectando una imagen idealizada que no resiste contraste con la vida cotidiana.

El fraude no fue solo institucional. Fue también moral. Y su extensión depende, en buena medida, de quienes lo sostienen con su silencio o con su aplauso. No hay mayor complicidad que la de quienes, viendo la evidencia, prefieren sostener la mentira.

El siglo XX dejó suficientes pruebas para emitir un veredicto histórico: el proyecto traicionó a su propio pueblo. Y aún hoy, la defensa de ese sistema no es una postura política respetable, sino una negación deliberada de la experiencia humana de millones de personas.

La pregunta ya no es qué hizo el régimen, sino por qué, sabiendo todo esto, algunos siguen eligiendo la mentira.

Deja un comentario