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Por Oscar Durán
Matanzas.- Lo más surrealista de Matanzas no es tiempo que llevan sin electricidad y sin agua, sino el teatro de los idiotas. Una provincia que lleva más de treinta horas sin luz, con los hospitales colapsados por virosis, con niños con fiebre y madres que ya no tienen ni un paracetamol que ofrecerles, amaneció hoy viendo cómo los del Partido se sientan, como si nada, en el parque de La Libertad, a celebrar que Cuba votó otra vez en la ONU. Nadie sabe por qué celebran: ni el ciclón respeta a un país destruido ni la ONU nos va a sacar del apagón.
Hay algo obsceno en las fotos: los dirigentes locales, sonrientes, con la ropa seca, mientras alrededor solo se respira el olor a miseria. Miles sin comida, sin transporte, sin esperanza, y ellos ahí, posando para una foto que mañana algún periodista domesticado publicará con el titular “Matanzas firme con la Revolución”. Firme, sí, pero hundida en la oscuridad, como un barco al que ya no le queda ni un remo.

Lo que está ocurriendo en el oriente del país es una tragedia, pero lo que pasa en Matanzas es un retrato exacto de la desvergüenza nacional. El país se cae a pedazos y el castrismo sigue buscando aplausos en organismos internacionales donde ya nadie les cree. Las casas se inundan, los enfermos se agravan, los muertos se acumulan, pero en la televisión lo único que interesa es mostrar la votación de una resolución simbólica que no cambia nada.
A eso le llaman resistencia. Aplaudir mientras se hunde el barco. Cantar consignas mientras el vecino se muere sin antibióticos. Fingir normalidad cuando llevas dos días sin poder cocinar porque no hay corriente. La dictadura encontró en el cinismo su mejor refugio. Les da igual el hambre, la fiebre o el agua hasta la cintura, mientras puedan montar un acto político que disimule la tragedia.
Matanzas hoy no necesita discursos ni banderas, necesita corriente eléctrica, comida, transporte, médicos. Pero eso no genera fotos heroicas ni aplausos del Comité Central. Lo que sí les encanta es posar frente a la cámara, con el pecho inflado, como si estuvieran salvando al país, cuando en realidad lo que hacen es clavarle más profundo el puñal de la vergüenza.
Por eso, mientras los vientos del ciclón se alejan, el verdadero desastre queda: un pueblo roto, sin luz ni alivio, y una cúpula celebrando que los verdugos de siempre siguen votando en Naciones Unidas. Es el surrealismo cubano en su máxima expresión: una patria en ruinas aplaudiendo su propia desgracia.