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EL SUEÑO ERA MIAMI

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Por Renay Chinea ()
Barcelona.- Pasé media vida queriendo largarme pa Miami. Elucubré planes de todo tipo: me fui en sueños por aire mar y tierra. En Pinar del Río, una vez, tuve uno de esos sueños dorados, en que llegaba a Miami por el Bayfront Park en una lancha… y había carnavales y serpentinas y sonaban las trompetas con Willy Chirino a todo tren…! Pero me desperté y como en el cuento del dinosaurio, aún seguía allí, en el escarnio de habitar aquella isla donde se escapa el tiempo en la más absoluta indolencia.
Deambulando por Italia, feliz, sin papeles y contra las cuerdas, allá por el 2003, aún le metía el hocico a la malla, a ver si algún huraco me llevaba a Miami de una vez… y nada. Hasta busqué citas en el consulado de México en Venecia, donde me respondió una voz mexicana, pero no hallé qué decirle: —¿cómo puedo pedirle a esta mujer, que me preste el kleenex que se llama México, para largarme a Texas?.
Y finalmente —a la vuelta de la vuelta— un tren me dejó en Madrid…! Cuando me metí la mano en el bolsillo, en la Estación de Chamartín, me quedaban 42 euros. Aún en aquella circunstancia, España me dio la sensación de que había llegado a puerto.
Los cubanos que se fueron a Dominicana tienen 9 puntos. Los que se fueron a Miami tienen 10. Luego están con diminutos decimales, Noruega, Rusia… la Kunchinchina y una larga escala de inmigración: no es lo mismo mudarte al Cibao, que a Jollas, un barrio en las afueras de Helsinki, donde una vez conocí a un cubano que vivía en una barquita, y se ganaba la vida limpiando de nieve su tumba, en aquel fiordo frío, pero allí estaba. Con sus dientes blancos y su cara negra, entre los abetos azulosos en medio de ninguna parte. Sin un miserable rayo de sol en la mejilla.
En Palamos, una noche, hablaban varios cubanos, de cómo se escaparon de la Isla Cárcel. Uno que se bajó en Paris y lo acogieron unos extraños, hasta llegar a Perpignan, al sur de Francia, donde unas cubanitas hicieron una colecta, le compraron comida, y recuerda —hablando como los locos— que una chica guapísima de aquellas, le metió un pan con jamón por la ventanilla, en su camino a España.
Lo que no sabe, es que aquella chica era mi sobrina y yo miraba la escena a su lado mientras él tragaba en seco y el autobús que lo llevaba a la frontera empezaba a ronronear.
—¡Deja que hable ese calvo que está allá atrás… tu verás…!—me dijo Gustavo poniéndome una mano en el hombro. Y efectivamente:
—Tos ustedes son unos niños de tetas— dijo, manoteando al aire y haciendo una de esas muecas que hacen los negros guapos en Cuba, y que le dan una carga histriónica enorme al parlamento. El lenguaje corporal también tiene sus acentos.
El hombre, que había salido en un barco para Rusia, a finales de los 80s, lo agarró la Perestroika y se bajó en San Petersbugo. Se fue a Moscú y a Volgogrado… y atravesó Georgia y Armenia. Cuando la guerra en Irak, cogió pa Irán… y a esas alturas del cuento, ya tenia doblados de risa a los 5 o 6 que estábamos, y se había pedido su segundo ron con hielo.
—Entonces llegué a Egipto… ¡y me metieron cana…!
Era calvo, entrado en años y hablaba efusivamente del increíble periplo Egipto-Argelia-Marruecos-Gibraltar…
En Cuba, recuerdo gente así parados en una esquina y un grupo de personas a su alrededor, escuchando sus historias y partiéndose de risa. A veces pienso que los cubanos se van de Cuba, no cuando se les acaba la comida, sino cuando pierden la paciencia que otorga la alegría. Es lo que está pasando ahora: hay junto al puerto deportivo de Palamos, un Chiringuito, con baile, son, y cubanos que salen a charlar y morir de risa, con los pies en España y contando el cuento de cuando se iban a Miami desde cualquier lugar.
Aquellos días de Lavapiés son para mí tiempos memorables. Aprendí cuáles eran las puertas abiertas del metro, por donde podía colarme para ahorrarme un euro, a las 6 de la mañana. Da la sensación de que dos cosas son imposibles en España: una, hacerte rico y la otra, morir de hambre. Hay entre esas dos extremidades un dilatado punto medio donde se vive, se sobrevive, se alargan tus días.
Hace poco vino a verme, desde Miami, mi hermano Jordan. Se da una vuelta por Europa y siempre intentamos vernos, como el año pasado que nos fundimos en un abrazo sobre el majestuoso puente sobre el Guadalquivir en la Ciudad de Córdoba.
—¡Qué maravilla, chico! —me dice con ese imborrable acento pinareño, mientras abrimos una Cruzcampo.
—Es más barata que en el Bayfront Park —me dice. Porque un domingo, luego de los asados en Kendall, los pastelitos de guayaba del Versalles, los tamales con jugo de Tamarindo por “El Palacio” de South Beach… fuimos a parar al Bayfront Park.
—Estos son los zapatos de Forrest Gump —señala, y nos hicimos una foto. En el Bayfront Park real, no hay serpentinas y abundan los baretos y tiendas de regalo. En un pasillo fuimos a parar a un bar donde nos cobraron 25 dólares por una birra belga Chimay Blue, que pagamos alegremente para celebrar.
—Que maravilla España, compay — me repite cada vez, con ganas de quedarse a vivir aquí.
—En este país del mundo, mejor en nada, segundo en todo, y último lugar en ninguna cosa -le respondo yo.

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