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Por Albert Fonse ()
Es triste, profundamente triste, ver cómo la esperanza de libertad para los presos políticos en Cuba se va apagando con el paso del tiempo. Como una vela que titila en medio de la oscuridad, su luz se debilita cada día, golpeada por el silencio, la indiferencia y el miedo.
No se vislumbra un cambio real. No hay señales de presión internacional efectiva. Mientras tanto, quienes fueron encarcelados por decir la verdad siguen pagando con sus vidas el precio de la dignidad.
La realidad es dura, pero no del todo cerrada. Todavía quedan tres caminos posibles para torcer esta historia:
Primero, que el Papa León XIV escuche el clamor de un pueblo herido. Su cercanía y conocimiento del sufrimiento del pueblo cubano, junto con su política de diplomacia y diálogo, podrían abrir puertas donde todo parece cerrado y romper el silencio que rodea esta tragedia.
Segundo, que la administración Trump decida involucrarse directamente en la liberación de los presos políticos cubanos. Sería un logro histórico para el presidente Trump y su secretario de Estado, Marco Rubio, tanto ante el pueblo cubano como en el escenario internacional. Tienen todas las herramientas para hacerlo, y si se lo proponen, pueden lograrlo.
Tercero, y más importante aún: que los familiares de los presos salgan a las calles como una sola voz. No en marchas aisladas ni en pequeños grupos, sino unidos para obligar al mundo a mirar. Esa presión interna es la que puede detonar lo demás. Si no hay fuerza desde adentro, lo de afuera seguirá paralizado.
La historia lo ha demostrado. Cuando las familias se levantan, los muros tiemblan. Cuando el dolor se convierte en coraje colectivo, hasta las dictaduras más duras retroceden. Hoy Cuba necesita ese grito más que nunca.
Por mi parte, me niego a rendirme. Mi hermano no lo hará, y yo menos. Su resistencia tras los barrotes me obliga a resistir en libertad. Su silencio impuesto me exige levantar la voz. Si él no se quiebra desde la prisión, yo no puedo quebrarme desde aquí.