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Por Jorge Fernández Era ()
La Habana.- A pesar de los años de amistad con Alina Bárbara López Hernández y Jenny Pantoja, nunca calibré la peligrosidad social de ambas. Eso de andar repartiendo gaznatones a cuanta infeliz mastodonte de policía vela por la paz de nuestras carreteras a expensas de que le rasguen una blusa valorada en 650 pesos y de que le despeinen su extensión artificial demuestra la vileza de una acción que no puede quedar impune. Menos mal que les perdonaron achacarles los delitos de «Daño a la propiedad del Estado» —por los perjuicios ocasionados a la calefacción del carro patrullero— e «Incitación al bache» —las delincuentes se negaron a ser conducidas y la oficial no tuvo más remedio que proyectarlas sobre el pavimento—.
Hoy comprendo que hace año y pico mi presencia fue la que impidió que agredieran también al grupo de personas que fueron enviadas a hacernos más entretenida la protesta pacífica que escenificamos los tres ante el monumento a Martí en el Parque de la Libertad de Matanzas. Querían hacernos entender —era su derecho— que el único banco con sombra merecía ser ocupado por las «mayorías». «Vengo del sol, y al sol [no] voy», hubieran alegado martianamente.
Alina y Jenny saben que no están solas, mis infracciones parecen ser de similar naturaleza. Quién me ha dicho que puedo cuestionar que se gaste en mi persona —viaje desde la Atenas de Cuba incluido— la misma cantidad de combustible que han logrado ahorrar los grupos electrógenos en el último lustro. Quién es mi esposa para impedir que, con mis desapariciones intermunicipales, los aburridos agentes de la Seguridad del Estado se distraigan jugando a los escondidos. Con qué moral puede exigir un hombre de letras que se le entregue hago constar de su situación jurídica sabiendo que no hay papel ni para convertir en versos su estatus legal.
El letrado que me atendió en la Fiscalía Provincial el pasado 20 de mayo —en los últimos treinta y seis días también me dirigí en cuatro ocasiones a la Municipal— me preguntó por las pruebas que avalan la cantidad de detenciones arbitrarias que se me han hecho en los últimos veintiocho meses. No es chiste, es cinismo: cuando se cumpla el mes y vaya a buscar respuesta, tampoco podré presentar un documento que pruebe que estuve ese día sentado frente a él.
En nuestro actuar insidioso reluce, cual comportamiento sospechosamente masoquista, el llamado a las autoridades judiciales a velar por el sostenimiento de la legalidad y el respeto a la Constitución. El juicio a Alina y a Jenny es resultado de ello. Yo, ingenuo que soy, sigo metiendo el grito por el hecho de que, según la Ley de Proceso Penal, ya hacía más de un año se debía haber cerrado mi expediente por falta de entusiasmo para mandarme a los tribunales.
Pero ¿qué digo? ¿Cómo pensar que se puede andar trastabillando en espacios públicos y redes sociales contra un Gobierno que representa a sus ciudadanos y cuida de que los encierren si de meterse con él se trata? ¿Por qué insinuar que toda esta comedia con mis amigas busca lo mismo que las dos eternas medidas cautelares que pretenden imponernos: que renunciemos a nuestra dignidad, que no tengamos margen de movimiento, que nos callemos?
Ahora debiera estar preocupado. Nada más a mí se me ocurre burlarme de cosas tan serias. Quien quita que por mi insistencia en el choteo, como mismo los represores se han bajado con imputaciones tan absurdas a Alina y a Jenny, en mi caso, y dada la escasa comicidad que habita en las neuronas de la teniente coronel Kenia y de sus amigos, se les ocurra acusarme de «Humor en grado de tentativa».