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Por Renay Chinea ()
Barcelona.- Cada vez que puedo, entro a Sephora, esa hermosa perfumería de Barcelona con suelos en blanco y negro, tipo escaques de ajedrez, ya evocadores.
Me gustan las perfumerías: es un trauma latente, porque el comunismo es apestoso; huele a chichinguaco. Reparé en ello leyendo a Orwell cuando describía el mundo represivo de Winston Smith en su *1984*.
—Londres huele a “boiled cabbage and old rag mats” (coles hervidas y viejas esteras de trapo) —decía.
Me di cuenta de que La Habana también desprende sus propios malos olores. Porque lo malo, bajo el totalitarismo, es también feo y unánime.
Hay en París una perfumería inolvidable: La Nouvelle Parfumerie, en Galerías Lafayette, muy cerca del Sena. ¡Qué manera de haber mujeres hermosas en un mundo de fragancias!
Entré por azar y me quedé ante tamaño espectáculo, clavado en la puerta como una estatua de cera. Lo mismo debe haber sentido aquel personaje de El perfume, de Süskind, en la pestilente París del siglo XVIII, cuando descubre una pelirroja con olor a flores y néctar de ciruelas de la cual se queda enamorado. Y viene de pronto la demoiselle, y se me acerca…
—Bonjour, monsieur… ¿Voulez-vous quelque chose? —Pero yo seguía, piedra… mudo sobre mis zapatos, mirando su alto y anguloso rostro, con olores a canelas y frambuesas… sin saber qué decir y pensando en ese peculiar “quelque chose”. Entendí de golpe el trauma de Jean-Baptiste Grenouille que, como yo, había nacido en la inmundicia, y ahora persigue una mulata perfumada por el tiempo. El aroma tiene una fuerza embriagadora.
La última vez, alguien me pasó por el lado a la entrada de Sephora y recibí el golpe de un perfume que llevaba Ella, un día de 1985, en que nos separamos. Al despedirnos, en su pueblo, se fue a su casa y yo me quedé en la estación esperando la guagua. De pronto, reapareció… ¡Volvió a verme, a acompañarme el tiempo que me quedaba en Cumanayagua, en esos episodios que los enamorados recuerdan para siempre!
Aquella novia, mi hermosa mulata de chocolate —que ahora lee estas líneas—, la olvidé con llanto, pero no su fragancia. Se había untado para mí un perfume que olía a flores de manzana verde. Y le miraba los hoyuelos de su hermosa cara y era, en efecto, una cosa que yo nunca había probado: manzana verde. Pero era el mismo olor —dulcísimo— de un arbustillo trepador que había descubierto hacía mucho tiempo.
De niño, camino a la escuela por un sendero lleno de árboles frondosos, había un matorral que florecía en primavera. Era una liana arbustiva que, allá por abril, abría flores de blanco y se iban poniendo rosa hasta llegar al escarlata. A la vuelta, arrancaba un ramo y se los llevaba corriendo a mi madre, que se reía porque, al llegar moribundas, en el hueco de sus manos terminaba por expirar su último perfume, y ella se las llevaba a la nariz para no perderse ese último sosiego.
—Mañana me traes más —decía.
Y es el mismo jodido perfume que me acaba de pasar por el lado ahora, a las puertas de Sephora. El mismo olor de mi mulata zalamera, que me está leyendo y riéndose a carcajadas, la muy pícara.
Agarré el iPhone y me dije: ¿qué flores eran aquellas?
Son esas preguntas que uno se queda por hacerle a la madre muerta. Si mamá estuviera viva, ella sabría decirme cómo se llaman.
—Bah… ¡No daré con ellas! —me dije con el móvil en la mano, sin saber qué preguntarle—.
—¡A la IA! La inteligencia artificial me lo va a decir —pensé y comencé a indagarle.
Lo primero que salió fueron unos algoritmos judíos sobre que Sephora, hija de Jethró, era la esposa de Moisés, quien vagó con ella por el desierto y le parió dos hijos: Gersón y Eliecer. Luego me entero de que su nombre en hebreo, Tzipporah, significa “pajarita”.
Que es el nombre de una cadena de perfumerías en las principales ciudades del mundo y otros rodeos.
Entendí que lidiar con la IA es como encender un pequeño fuego: tienes que darle de comer pequeñas charamuscas. Ahora ventilar, ahora atizar, ahora quedarse quieto.
—¿Cómo se llama este árbol inmenso de penacho liso, hojas pequeñas, caducifolio, urbano que tengo delante? —le pregunto.
—Indique cuál es su ubicación —me responde.
—Estoy en la Rambla Josep Tarradellas, de Calella de Palafrugell —le digo—. Al final, junto a la riera del Canadell.
—Lo sentimos. Lamentablemente, Palafrugell no posee un archivo de su arbolado urbano. ¿Quiere que haga un estudio sobre tomas aéreas de ese lugar para descifrar su árbol?
—Sí.
—Aquí lo tiene: es un “lledoner”, en catalán. Celtis australis. En español: almez, familia de los olmos… y tal y tal y tal y más cual.
—Bueno. Quiero saber el nombre de una florecilla, enredadera, arbustiva, de olor encantador, y puedo decirte en qué lugar de Cuba está… pasando una represa después de una charca… en el callejón antiguo, que da al caserío de Mal Tiempo.
—¿Esa florecilla nace blanca, florece en abril o mayo, y se torna escarlata? —me pregunta.
—¡Pinga!… Esa misma.
—Es una trepadora de Rangún. La bautizó Linneo como Quisqualis indica. Es originaria del Sudeste Asiático y la India. Tiene un perfume embriagador, floral, a manzana madura, que se refuerza con la noche… ¡inolvidable!
Y me di cuenta de la precariedad de la palabra para describir los olores, a pesar de tantos adjetivos.
En ese momento, yo estaba recostado a los barrotes de acero de una estación perdida en el interior de Cuba, adormecido. Pero ahora sé que, si quiero despertar, tengo en la mano el teléfono de Dios. Puedo averiguar cosas… muchísimas cosas inimaginables.
La tecnología acabará por revivirnos los colores, los olores, los recuerdos… y hasta los mismísimos muertos. Basta con describir cómo eran unos hoyuelos con fragancias de manzana, las manos ahuecadas de mi madre, los senderos, y atizar, alimentar… y quedarse quieto.