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Por Fernando Clavero ()
La Habana.- Bien podría ser el guion de una comedia absurda, una de esas que retratan el derrumbe de una institución a través de un símbolo patético. Pero no, esto es la Serie Nacional de Béisbol en Cuba, el espectáculo más fiel a la realidad nacional: un espejo que devuelve la imagen de un país saqueado.
Al equipo de Matanzas, un equipo que ha sido de los más vibrantes en los últimos años, no les robaron un bate o una pelota; les expropiaron la identidad. Se llevaron todo: los uniformes de juego, esos que sudan las victorias y las derrotas, la ropa de entrenamiento, el calzado. Lo material, que es mucho, es solo la superficie; lo profundo es el vacío, la constatación de que ni siquiera la ilusión del deporte está a salvo de la podredumbre general. El equipo se queda literalmente en pelotas, desnudo como la verdad que intentan ocultar.
Ver el vídeo de Pavel Otero: (https://www.facebook.com/reel/1890889028474374)
Imaginemos, por un instante, el paralelismo en el gran circo del capitalismo. Imaginemos que una banda de ladrones irrumpe en el Yankee Stadium y vacía los vestuarios. No se llevan un recuerdo de Aaron Judge, sino todo: los icónicos uniformes a rayas, los guantes personalizados de los lanzadores, las zapatillas de Chisholm, los trajes de los coaches, los tacos, las máscaras, todo.
Al día siguiente, la MLB se ve forzada a suspender el partido contra los Astros porque los Yankees no tienen con qué salir al campo. El escándalo sería dantesco. La YES Network, con sus derechos de transmisión millonarios, emitiría boletines de ultimátum. Las decenas de miles de aficionados, incluidos aquellos que pagaron fortunas por sus entradas y viajaron de otras ciudades, quemarían las redes sociales. Sería la noticia número uno en el mundo, un síntoma de un colapso civilizatorio.
Pero en Cuba, el país-meme, la lógica es otra. Aquí, donde la anormalidad se ha institucionalizado como un estado permanente, los voceros del régimen salen al quite con la moral de los cínicos. Aparece un Pavel Otero, un hombre cuyo oficio es barnizar de épica la miseria, y nos sermonea desde la televisión estatal. Nos explica, con la paciencia de quien instruye a un niño tonto, que estos “incidentes” ocurren en todas partes, en cualquier país y en cualquier torneo. Que es algo normal.
Su defensa no es solo de lo acontecido, sino de la mugre que lo permite. Es el síndrome del “aquí no pasa nada”, convertido en doctrina oficial. Justificar el hurto de lo poco que queda es la última frontera de la lealtad ideológica.
Lo que Otero y los guardianes del relato castrista no pueden—o no quieren—entender es que la magnitud del robo no es el meollo. El meollo es el contexto de ruina total que lo hace posible. Que un equipo de béisbol profesional—o lo que en Cuba se hace pasar por ello—pueda ser desvalijado de tal forma, habla de una ausencia absoluta de orden, respeto y valor.
En otro lugar, el robo sería una anomalía que dispararía todas las alarmas. En la Cuba de hoy, es solo un episodio más de la telenovela trágica que es la vida diaria. La Serie Nacional, lejos de ser un consuelo deportivo, se ha convertido en la feria de las vanidades de un sistema fallido, donde lo único que funciona con eficiencia es el mecanismo de la decadencia.
El verdadero mensaje, el que se cuece a fuego lento en este despropósito, es que nada tiene valor. Ni el esfuerzo de los atletas, ni la pasión de los aficionados, ni la infraestructura más básica. El robo a los jugadores de Matanzas es una metáfora perfecta del expolio general: le quitan a la gente hasta lo último, hasta la camisa con la que sudan para representar a su tierra, y luego les exigen que jueguen el partido como si nada.
Y para rematar el cuadro, una cohorte de intelectuales orgánicos sale a explicar por qué estar desnudos es, en el fondo, una forma superior de vestimenta. Es la negación de la realidad llevada a su máxima expresión.
Al final, el partido se suspende. Los aficionados se quedan sin el espectáculo (si a eso se le puede llamar así), los jugadores sin su herramienta de trabajo, y el país sin un pedazo más de su ya maltrecha dignidad.
Y mientras, los apologistas, los Pavel Oteros del mundo, seguirán pontificando desde sus estudios de televisión sobre la “vitalidad” de nuestro béisbol.
Cuba, una vez más, se reduce a un meme cruel: un lugar donde robarle los pantalones a un pelotero es un “hecho aislado” y donde defender lo indefendible es un trabajo con salario. La Serie Nacional no es un desastre total; es el reflejo más honesto de la catástrofe nacional. Un desastre que, como el régimen que lo amamanta, ni siquiera tiene la decencia de avergonzarse.
(Por cierto de Eddy Cajigal y sus cinco juegos pérdidos por jugadores impropios hablaré en otro momento)