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Por Daniel Martínez Rodríguez ()
La habana.- La figura que coronaba el monumento oteaba el horizonte. Hacía tiempo las flores que habitualmente le custodiaban se habían divorciado de su realidad para convertirlo en triste espectador de la pereza que impulsaba a la sociedad.
Ahí estaban, para ilustrarlo, el arrogante desprecio de los hombres y la saturación de frívolos argumentos sobre cómo debía marchar la nación. Todas esas ideas degradantes delataban su inquietud, invisible a los ojos de quienes caminaban frente a él sin dedicarle una reverencia.
Ya el peregrinar de los jóvenes hacia la base de su anatomía formaba parte del pasado; añoraba esa etapa cuando cientos se agrupaban bajo su reino y, a lomo de las ideas de su testamento, cabalgaban en busca de un futuro mejor.
Al menos en esa etapa su legado se veneraba y la masa social, comprometida con las ideas que él había impulsado, las empleaba como herramienta pedagógica y de lucha.
Tristemente todo ello formaba parte del pasado, el presente se reflejaba deforme y alucinado ante su mirada; en silencio se desesperaba ante el humillante deseo que abordaba a sus herederos por ser aceptados en la vida ficticia y halagadora que envolvía al país.
Le irritaba, a la figura que completaba el monumento, la vida real, repleta de conformismos y embustes, la tácita afirmación de todo lo vano del progreso.
Tenía hambre de lucha, despreciaba la invalidez de sus sucesores en el poder de decir no, de expresar un ya basta ante lo nuevo y luminoso. Le urgía convertir en campo de batalla su alrededor y aguijonear los embustes y la habitual complacencia ante el inmovilismo.
Muchos propósitos invadían su inactivo presente, tantos que a veces no tenía tiempo para repudiar en silencio a un puñado de irrespetuosos que lo hacían víctima de ultraje; habían convertido su pedestal en destino de insolentes confianzas.
Precisaba recuperar su vitalidad para desenvainar la espada, que defendiera el amor a los profundos símbolos y sus significados; sabía que ese era uno de los más tenaces referentes que se debían preservar si pretendían sobrevivir como país.
Continuar callando la indignación sería una bofetada a su ideario y a los padres fundadores. Mientras en su inmovilidad se debatía en meditaciones, una muchedumbre se acercaba a su reino armando alboroto. Sus cabezas y pechos estaban erguidos y no pedían permiso para hacer realidad sus sueños.
Aplaudía el ritmo de la contienda; su vigor estremecía sus cimientos. Ya en los bajos de su inmensidad y ante su figura, la muchedumbre, con las armas encendidas y ausente de temores, exigía lucidez y resistencia ante el culto a lo fatuo y vacío; bastaba ya de desalientos.
En silencio y tan erguido como cuando las flores le custodiaban a diario, la figura sonreía y se encendía. Sus sucesores debían temer. Las masas no serían más rehenes de la opresiva trivialidad. Mejores destinos iluminaban a la nación, otra vez se volvería a cabalgar al lomo de las firmes y lúcidas ideas de su eterno caudillo hasta entonces olvidado.
(Tomado de Letralia)