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Por Javier Pérez Capdevila ()

Guantánamo.- Cuba no es pobre por falta de ingenio, sino porque el miedo a cambiar ahoga más sueños que el embargo. Y de eso no tengo duda alguna.

En esta frase sintetizo una crítica aguda a las dinámicas internas que históricamente han limitado el desarrollo del país donde he nacido y vivo.

Mi intención reside en manifestar desacuerdo con una narrativa reduccionista que atribuye la situación socioeconómica cubana únicamente a factores externos, como el embargo estadounidense, para soslayar, en cambio, las contradicciones estructurales internas.

Desde una perspectiva analítica, con esta afirmación invito a reflexionar sobre la parálisis institucional y la burocracia como obstáculos centrales al progreso, sin desconocer el impacto objetivo de las presiones geopolíticas.

Cuba ha demostrado históricamente una capacidad notable para innovar bajo restricciones, evidenciada en logros como lo fue nuestro sistema de salud pública, como avances biotecnológicos que aún tenemos en alguna medida y una alta formación académica que hoy está notablemente debilitada.

Este ingenio colectivo, sin embargo, coexiste con un marco institucional rígido que desincentiva la iniciativa individual y la autonomía creativa.

El miedo a perder el control

La centralización excesiva de decisiones, los procesos burocráticos engorrosos y la resistencia a modelos económicos más flexibles han generado un entorno donde la adaptación a desafíos globales tecnológicos, climáticos o comerciales, resulta insuficiente.

Como “miedo a cambiar” aludo a una cultura política y administrativa que prioriza la estabilidad del statu quo sobre la experimentación necesaria para el desarrollo.

Esto se manifiesta en regulaciones asfixiantes para emprendedores, falta de transparencia en la gestión pública y ausencia de un sistema de incentivos que de cierta manera paraliza el riesgo innovador.

Tal inercia no solo frena proyectos individuales, sino que socava la confianza en la capacidad transformadora de la sociedad, perpetuando ciclos de dependencia y desesperanza.

Si bien el embargo (o bloqueo) ha tenido un efecto económico tangible limitando acceso a mercados, inversiones y tecnologías, en la frase sugiero que su impacto simbólico como justificación omnipresente puede ser igualmente paralizante.

Al atribuir sistemáticamente las carencias a factores externos, se diluye la responsabilidad interna de modernizar instituciones y políticas.

Cambios urgentes

Este enfoque, intencional o no, puede generar resignación en la ciudadanía y desviar la atención de reformas urgentes necesarias e imprescindibles.

Superar esta parálisis requiere un equilibrio entre soberanía y pragmatismo. Sería productivo impulsar reformas incrementales que descentralicen la toma de decisiones, fomenten la participación ciudadana en el diseño de leyes y políticas y establezcan marcos legales claros para proteger iniciativas económicas innovadoras.

Además, promover un diálogo nacional inclusivo con académicos, empresarios emergentes, personas con diversidad de pensamientos e incluso la diáspora (que gracias a ellos sobrevivimos muchísimos cubanos) podría catalizar nuevas visiones de progreso sin renunciar a principios sociales.

Soy consciente que mi frase destaca una verdad incómoda pero necesaria de ser tomada en cuenta, porque el potencial de Cuba depende tanto de su capacidad para transformar estructuras internas obsoletas como para mitigar presiones externas.

Reconocer esto no minimiza el peso del embargo, sino que amplía el horizonte de soluciones.

La historia cubana está llena de ejemplos de resiliencia; canalizar esa misma tenacidad hacia una renovación institucional audaz podría ser el primer paso para desahogar los sueños colectivos.

Sé de antemano que los incompetentes y aquellos que no han asimilado que hay que tener un preciso sentido del momento histórico, no comprenderán o rechazarán todo cuanto he escrito acá.

(Los puntos de vista de El Vigía de Cuba no tienen que coincidir con el del autor)

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