Por Esteban Fernández Roig Jr. ()
Miami.- De los ocho a los diez años cogí tremendo fanatismo con “Tarzán, con Juana, con sus elefantes, sus monos y sus leones”.
No me gustaban las “matinés” del cine “Ayala” porque se formaban tremendas griterías y salía de allí oliendo a cigarros, pero era el primero en llegar si echaban una película de “Tarzán el hombre mono, rey de la selva”.
Salía del cine completamente impresionado creyéndome ser Tarzán. Tanto así que los muchachos del barrio comenzaron a llamarme burlonamente “Tarzanito”…
Lo primero que hacía al salir de la “matiné” era irme para el Parque Central, que quedaba a media cuadra, encaramarme en el respaldo de un banco y lanzarme tratando de alcanzar una rama de algún arbolito. Me despetronqué un montón de veces.
Recuerdo que al despedirme rumbo a una excursión al zoológico de La Habana mi padre me dijo: “¡Oye, no vayas a meter la mano en la jaula de los leones que aunque no lo creas tú no eres Tarzán!”
Recibí varios regaños de mi mamá porque cuando menos lo esperaba le daba tremendos sustos imitando los alaridos de Tarzán. Me decía: “¡Chico, no berrees más!”
Una tarde me puse bravisimo cuando estábamos almorzando en mi casa y mi hermano Carlos Enrique le dijo a mis padres: “¿Saben ustedes porqué Estebita no se pierde una película de Tarzán? Yo creo que es porque está enamorado de la mona Chita”.
Desde las 10 de la mañana me metía en el Mayabeque dando zarpazos e intentando nadar contra la corriente. Y en mi mente creaba inexistentes cocodrilos.
Mi gran inspiración en ese instante era Johnny Weissmüller uno de los mejores nadadores del mundo, ganador de cinco medallas de oro olímpicas y una de bronce. Vi cuatro de las 12 películas de Johnny.
Y aquel niño que tanto admiró al glorioso personaje ficticio, hoy -ya de adulto- prefiero aplaudir a quien lo creó: Edgar Rice Burroughs.
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