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Por Héctor Miranda (Tomado de Facebook)
La Habana.- Sentí celos por primera vez cuando tenía cuatro o cinco años. Celos y odio. Un tipo ahí, joven, apuesto, se quería llevar a mi madrina. La quería sacar de mi mundo y aquello me dolía en lo más profundo, porque mi madrina era parte mi vida. O mejor, yo era parte inseparable de la de ella. Y algo me decía que todo iba a cambiar.
El joven aquel, que llegaba en las noches a la casa de mi madrina, a unos 50 metros de la mía. Venía en un caballo medio moro de un trote tan empecinado que era capaz de sacarte los pulmones. Él quería ser empático conmigo.
Quería caerme bien. Pero yo lo aborrecía. Un día, una noche, me trajo de regalo un azulejo en una jaula hecha con varillas de hierro. Era un pajarito azul precioso, pero yo no tenía ideas de lo que era tener pájaros encerrados.
Tony dejó el azulejo en un quicio frente a una puerta en la esquina de la casa. Esto suponía el riesgo de que los gatos dieran cuenta de él. Y unos minutos después, después del protocolo de recibimiento, me lo dio.
Papo, el papá de mi madrina, me ayudaba con aquello. Todos los días le ponía harina de maíz y espigas de hierba de guinea, bledo o escoba amarga. Estas hierbas abundaban en cualquier lugar de la finca que compartían los herederos de Ramón Miranda, mi ya desaparecido bisabuelo. Y también le cambiaba el agua porque el azulejo no era muy limpio. A veces se hacía caca dentro de la tina del agua de tomar.
Un tiempo después, tal vez unos meses, mi madrina y Tony se casaron. La noche de la boda, cuando se fueron de luna de miel, lloré inconsolablemente. Y lloré luego muchas veces, cada vez que mi madrina y Tony venían de visita.
El tiempo fue cerrando las heridas. Me acostumbré a la ausencia de Zenaida, a andar con ella por ahí, y me conformé con verla cada cierto tiempo. Y a Tony dejé de tenerle mala voluntad.
Pero aún tenía el pajarito. Ya había pasado mucho tiempo y su trino siempre me parecía triste, como si él también extrañara a alguien. A veces pensaba que su madrina también estaba lejos y aquel trino era solo una melodía triste dedicada a ella.
Un día el Gallego Loco me regaló un tomeguín del pinar para que le hiciera compañía. Pero se murió al poco tiempo, tal vez porque no compaginaba con su acompañante. Y otra vez alguien me regaló una supuesta hembra, porque no tenía nada de azul, pero con los meses comenzó a ‘azulejear’ por el pecho y las alas. Y también se murió.
Una mañana, cansado ya, al parecer, de buscar bledo, escoba amarga, rabo de zorra y hierba de guinea, Papo me dijo que lo mejor que hacíamos era soltarlo. Dicho y hecho. Le ponía harina, le cambiaba el agua y también se ocupaba de otras cosas.
Salimos al patio, abrimos la puerta y nos alejamos. El azulejo salió despacio, miró a un lado y otro, aleteó un poco y voló. Se posó en un viejo ciruelo del patio y de ahí pasó a una mata de tilo. Muchos años después supe que era moringa. Luego pasó a un naranjo, al frente de aquella casita de campo.
Y cuando ya íbamos a recoger la jaula y ponerla en un viejo rancho que quedaba a un lado de la casa, el pajarito regresó y se metió en ella.
Papo y yo nos miramos extrañados. Por mi mente pasaron mil cosas, y él me explicó que tal vez no tenía con quién volver a su país. Porque, me dijo, los azulejos migraban desde la Florida. Aunque en realidad venían de más al norte, aunque ni él ni yo lo sabíamos.
Unos días después, volvimos a abrir la puerta de la jaula, sin quitarla de la pared, debajo del alero de la casa, donde la poníamos para que no le diera el sol. Y esa vez sí. Esa vez se paró en la puerta, miró a un lado y al otro. Luego voló por encima de unos árboles de aguacate que estaban al norte de la casa.
Iba apurado. Casi al momento se perdió sobre la espesura de un bosquecillo tupido que quedaba después de la vieja cañada. Esta cañada por donde corría agua cuando llovía mucho.
Nunca más volvió.
Al parecer, la primera vez no entendió bien que ya era libre y que podía hacer con su vida lo que le diera la gana. Pero en la segunda ocasión ya tenía la lección aprendida.
Tony y Zenaida tuvieron un hijo. Amaury tuvo dos hijas. Las hijas ya tienen hijos y yo recuerdo aún aquel pajarito azul que me regaló Antonio Acosta. Un día Papo y yo lo liberamos, sin que él supiera qué hacer.
Nada, que a veces uno recuerda cosas. Y hoy es uno de esos días en los que recuerdo a mi madrina y me pregunto qué estará haciendo a estas horas. También a Papo y Mama, que no eran mis abuelos de sangre, pero casi. Y traje a colación el azulejo para recordar que nada hay más importante en la vida que la libertad. Aunque a veces no sabemos qué hacer con ella.