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Por Democritus Verita
Miguel Díaz-Canel, en su reciente intervención en el XIII Congreso de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños (ANAP), no ofreció un discurso. En cambio, presentó un guion reciclado del teatro revolucionario que lleva más de seis décadas representándose en Cuba. Mientras el campo cubano se hunde en la miseria, la desnutrición y la desmotivación, el mandatario intentó vestir con retórica heroica el desastre que su gobierno y el sistema comunista han impuesto a los campesinos.
Desde el inicio, el discurso se aferra a la épica de la Sierra Maestra, Fidel, Raúl y la Reforma Agraria. Es como si esos eventos —ocurridos hace más de 60 años— fueran suficientes para justificar la ruina actual.
Díaz-Canel elude mencionar un hecho clave: la Reforma Agraria no liberó al campesino, lo convirtió en rehén del Estado.
Las tierras entregadas nunca fueron realmente propiedad de los campesinos, sino que pasaron a manos del Estado. Desde entonces, el Estado monopoliza la agricultura a través de empresas ineficientes, burocráticas y corruptas.
El mandatario afirma que el campesinado produce el 70 % de los alimentos que llegan a la mesa del cubano. Afirma que se lucha por la “soberanía alimentaria”. Sin embargo, la realidad es opuesta: Cuba importa entre el 60 % y el 80 % de los alimentos que consume, según datos de organismos internacionales.
La causa no es el “bloqueo”, sino el modelo centralizado, que impide a los productores decidir qué sembrar, a quién vender y a qué precio.
Díaz-Canel no menciona que los campesinos están obligados a vender gran parte de su cosecha al Estado. Esto se realiza a precios fijados por el gobierno, que están por debajo de los costos de producción.
¿Qué soberanía puede existir cuando el campesino no tiene libertad de mercado, ni acceso libre a fertilizantes, semillas o maquinaria?
El discurso insiste en “combatir el robo”, “la corrupción”, “la indisciplina”, y propone fortalecer la “vigilancia colectiva”. Pero no habla de la corrupción estatal, ni del robo institucionalizado mediante el acaparamiento por parte del gobierno. Tampoco habla del abandono de los campesinos por parte del Ministerio de la Agricultura.
Se culpa al productor mientras se exime al verdadero culpable: el sistema que destruye cualquier incentivo para producir.
Díaz-Canel invoca el “relevo generacional”, sin mencionar que miles de jóvenes huyen del campo —y del país— cada año.
Los hijos de campesinos no quieren heredar una parcela improductiva sin insumos, agua y acceso al mercado. En esa parcela, se trabaja de sol a sol para nada.
¿Qué joven quiere una vida en el campo cubano, donde se es pobre y se vive bajo vigilancia, chantaje y represión?
Frases como “cada hectárea como un tesoro”, “el sudor del campesino es resistencia” o “la ANAP es puño levantado de la Revolución” son formas poéticas de esconder la tragedia. La realidad es que el campesino cubano hoy pasa hambre, siembra sin fertilizante, no tiene combustible para mover un tractor, y vende a pérdida.
Y mientras el gobierno pide “más esfuerzo”, sigue reprimiendo toda iniciativa privada, criminalizando los mercados alternativos y desincentivando la productividad.
En todo el discurso no se menciona una sola vez la palabra “libre empresa”, ni “propiedad privada”, ni “mercado”. Esto ocurre porque este es el núcleo del problema. El régimen se niega a abandonar el modelo de planificación centralizada, el mismo que ha destruido la agricultura, condenado al país al desabastecimiento y obligado a millones a emigrar.
Díaz-Canel habla de “sistemas alimentarios sostenibles” y de “intersectorialidad”, como si una cátedra académica pudiera sustituir el trabajo real.
No hay agricultura sin libertad, sin propiedad, sin acceso libre al mercado y sin incentivos. Todo lo demás es mentira, disfraz y manipulación.
El discurso de Díaz-Canel es una oda al autoengaño. Pretende que el campesino, empobrecido y cercado por el Estado, se convierta en el salvador de una economía fallida. Mientras tanto, se le niega el derecho a decidir, a prosperar y a ser libre. Es una nueva promesa vacía dentro de un sistema que ha fracasado rotundamente.
No hay “soberanía alimentaria” sin soberanía individual. No habrá progreso en el campo cubano mientras el Estado sea amo de la tierra y carcelero de los sueños del campesino. La solución no está en más congresos ni en más discursos. Está en el fin del comunismo y la restauración de las libertades económicas y civiles.
Solo entonces el campesino podrá volver a sembrar no para el Estado, sino para su familia, su comunidad y su país. Y en ese día, sí habrá patria y habrá pan.