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Por Víctor Ovidio Artiles ()

Caibarién.- Un Día de las Madres, como cualquier otro día, estás obligado a consumir alimentos. Al estómago, al hígado, al páncreas y demás compañeras y compañeros dentro de tu cuerpo, les importa un rábano la inflación. Lo primero que debes tener para complacer a las madres y a los órganos es un medio de cocción disponible.

Ante la «casual» falta de electricidad tienes que apelar al carbón pero nada más bello en un día así que no te quede un pedazo de carbón.

Salgo a caminar con la fe en alto y leyendo cuanto cartel cuelga de las casas (cigarros, recargas, grabo memorias, pongo uñas, ¿hielo?… carbón).

Subo la escalera, tercer piso, dos toques, ya no me queda, bajo la escalera, la madre que lo parió. ¿Por qué no quita el cartel? Saludo, felicito y pregunto por carbón. «En el edificio de la esquina», «Al doblar del Consultorio, en el quinto piso», «Frente a la panadería, en el cuarto piso», «Al final del Aeropuerto», «En la avenida Brasil»…

Secuelas de un día de madre

El sol me abraza, me derrite y me obliga a recordar la madre del muchacho de catao. No hay un solo Sol como dicen los astrónomos. Surge una ampolla en el pie izquierdo, el mismo pie conque salí de la casa. Camino en una verdadera marcha de pueblo combatiente.

En cada cuadra, además de un comité hay una recordación de la progenitora del chiquilín del desconectivo. ¡Eureka! Por suerte, en este tiempo de desventuras, tengo amigos infranqueables, gracias a los cuales las madres de mi hogar no tendrán que esperar la testicular hora de tener corriente.

Allá dentro siento alboroto, como una especie de «Eh eh, eh eh» de mis órganos. Los entiendo. Lo que no entiendo es que si es el Día de las Madres, también tenga que ser de madre pasar el día.

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