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Por Héctor Miranda (Tomado de Facebook)
La Habana.- Sueño con mi padre todas las semanas. A veces días seguidos, como si se me apareciera en sueños a decirme algo, a darme luz. A cuidarme. Cuando despierto, siempre con el pecho apretado, siento sus olores, como si de verdad hubiera estado cerca.
Mi padre olía a hombre. Llevaba en su cuerpo esa mezcla de hombre de campo, que lo mismo corta un árbol que sacrifica un cerdo, u ordeña una vaca. Tenía manos grandes, callosas, pero manos tiernas. Cuando me pasaba la mano por la cabeza para decirme que todo iría bien, nada podía servir como mejor aliciente.
Jamás nadie me dio mejores consejos. A pesar de que cuando era adolescente, y joven, siempre creí que mi viejo estaba equivocado, que no sabía mucho del mundo. Que era un tipo anticuado que guardaba algunos frascos de perfume vacíos, unas cartas de amor, y unos zapatos que ya no se usaban.
Hace 12 años que mi padre no está. Y en lugar de buscar un sitio para llamarlo y decirle que estoy orgulloso de ser su hijo, trato de estar en alguna parte desde donde pueda recibir llamadas de mis hijos.
Mis hijos andan regados por el mundo. El más cercano está a cuatro mil 61 kilómetros. El resto más lejos. La distancia física es enorme, torturadora. Y no sé por qué, pero algo me dice que nunca los podré tener a todos juntos, aunque sea una hora, para hacernos una foto y guardarla de recuerdo.
La culpa, lo juro, no es mía. Ni de ellos. Nunca pensé que se irían uno tras otro y que luego me marcharía yo. En mi casa, la que levanté con mis manos y con mi sudor, hay habitaciones para ellos, que tal vez jamás nunca usen. Y es posible que ni yo las use más.
Mis hijos se fueron, pero no por aventureros. Me consta que ninguno quería marcharse. El segundo me dijo en el aeropuerto: «no te pongas triste, Papá. Yo regreso la semana que viene». Tenía seis años. Y ‘la semana que viene’ demoró un mundo en llegar. Lo vi por última vez en 2017. Unas horas en Rochester. Y todavía recuerdo su olor, sus manos, sus abrazos.
Unos días después vi al mayor por última vez. En 2020 lo esperé en Moscú, pero la llegada del covid estropeó todo y tuvo que reintegrar sus boletos.
A los otros, los he visto más recientemente y cada vez he dado la espalda con el corazón roto, el pecho apretado…
Mis hijos debieron vivir en Cuba. Y yo también. Pero Cuba es demasiado hostil como para tener un proyecto de vida, para hacer planes, para llevar una existencia digna. Y que quede claro que no digo que quienes viven allí sean indignos. Indignos allí, hay muchos, pero no pertenecen a esa clase de la que vienen mis hijos.
Hoy, por ejemplo, sería un día bueno para irnos todos a Carahatas. A Palmarejo. A San José… a cualquier sitio para el que no se necesiten visas, y pasarla bien, juntos, aunque haya otras personas. A mi padre le hubiera gustado verme con todos, porque si de algo estaba pendiente siempre era de preguntar por mis hijos.
Puede que este no sea mi mejor domingo. No importa. Me conformo que sea el mejor de todo el que llegó hasta acá leyendo. Sobre todo, de esos amigos que son padres. ¡Felicidades!