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De Belfast a La Habana: el silencio hipócrita de una dictadura selectiva

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Por Max Astudillo

La Habana.- Las páginas del diario Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, han dedicado durante décadas ríos de tinta a glorificar la figura del huelguista de hambre en cualquier rincón del mundo donde pueda servir a su narrativa antiimperialista.

La épica del sacrificio corporal, el martirologio político, fue elevada a categoría de heroísmo supremo cuando la víctima se inmolaba contra el “enemigo”. Bobby Sands, Patrick O’Hara, Joe McDonnell y sus camaradas del IRA, cuyos nombres y conteo de días aparecían con puntualidad macabra, fueron convertidos en símbolos mundiales de la resistencia justa.

Su agonía no fue solo noticia; fue lección revolucionaria, ejemplo de consecuencia. La prensa cubana, fiel altavoz del régimen, coreaba su valor, detallaba su debilidad física como prueba de fortaleza moral y condenaba con furia bíblica a los verdugos que los dejaban morir. La solidaridad, entonces, no tenía fronteras.

Esa misma prensa, esos mismos editoriales cargados de patética solemnidad, guardan hoy un silencio sepulcral, cómplice y cobarde, ante la figura demacrada de Yosvany Rosell García. Lleva más de 40 días encadenado a una cama, usando su cuerpo como último argumento frente a la maquinaria opresora del Estado.

Su crimen: protestar. Su demanda: justicia. Su método: idéntico al de aquellos a quienes el régimen erigió en mártires. Pero Rosell no está en una cárcel británica; está en una cubana. Su verdugo no es un ministro conservador en Londres, sino la nomenklatura castrista en La Habana. Y he ahí la única diferencia que, para la doble moral totalitaria, lo cambia todo: la geografía del sufrimiento y la identidad del opresor.

El muro de silencio del castrismo

La cobertura entonces era un ejercicio de propaganda calculada. Cada día de huelga reportado era un dardo envenenado contra el “fascismo” occidental, una demostración de la brutalidad del enemigo. Hoy, el conteo de días no existe. No hay titulares que pregunten por su salud, no hay columnas que exijan clemencia, no hay fotos que humanicen su lucha.

Hay, en su lugar, un muro de silencio oficial tan alto y espeso como los muros de la prisión donde Rosell se consume. El heroísmo, según la lógica perversa del régimen, es un atributo que solo se concede a quienes mueren lejos, y cuyas causas sirven para distraer la atención de la tiranía doméstica.

Manifestantes en Irlanda con las fotos de los huelguistas de hambre de 1981

Este silencio no es una omisión casual; es un crimen activo de deshumanización. Al negarle a Rosell la visibilidad que otorgaron a Sands, el Estado cubano declara que su vida, su causa y su agonía no importan. Peor aún: sugiere que su sufrimiento es un inconveniente, una mancha en el relato idílico de la “revolución humanista”.

Los mismos periodistas que firmaban encendidos alegatos contra la intransigencia británica, hoy bajan la mirada o tuercen la pluma para no nombrar al hombre que se muere en su propio país, por derechos que ellos, teóricamente, deberían defender. Han intercambiado la dignidad profesional por el cinismo institucional.

Mientras Rosell agoniza

La doble moral alcanza aquí su expresión más nauseabunda. Lo que en Belfast era “valentía inquebrantable”, en Villa Clara es “alteración del orden público”. Lo que para los irlandeses era “determinación legítima”, para el cubano es “acción contrarrevolucionaria”. El régimen se desenmascara a sí mismo: no le importa el principio de la huelga de hambre como acto último de protesta; solo le importa su utilidad propagandística.

Cuando el acto se vuelve contra él, lo convierte en inexistente. La solidaridad internacional que tanto invocan es una farsa, un instrumento retórico que se esfuma cuando la injusticia tiene bandera cubana y firma de los mismos que pontifican sobre derechos humanos.

Yosvany Rosell no es un militante del IRA; es un joven cubano. Su batalla no es contra el colonialismo británico, sino contra la opresión castrista. Y esa sencilla verdad desnuda el corazón podrido del sistema: su ética es de ocasión, su moral es de pega, su humanismo es de escenario.

Mientras Rosell agoniza, los titulares de Granma hablarán de cualquier cosa: de un huracán lejano, de una declaración de un foro internacional, de la maldad del imperio. Cualquier cosa, menos del hombre que está muriendo para demostrar, precisamente, que en Cuba la vida de un disidente vale menos que el silencio cómplice de una prensa vendida y el terror disfrazado de ideología.

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