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Crónica de un viajero del tiempo

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Por Jorge L. León

Houston.- Capablanca – Lasker, La Habana 1921: El ajedrez en estado puro. No estuve allí con un cuerpo, pero sí con la imaginación más fiel que permite la historia. Crucé el tiempo como quien atraviesa una puerta de silencio, y aparecí en una sala densa de humo leve, relojes de péndulo y murmullos contenidos. Frente a mí, dos figuras enfrentadas que no eran solo hombres, sino épocas: José Raúl Capablanca y Emanuel Lasker.

Lasker jugaba como agua cristalina con una gota de veneno. Su ajedrez tenía esa peligrosa dulzura de lo que parece puro, pero esconde siempre un filo oculto, una trampa latente, una presión psicológica constante. En cada movimiento se percibía la intención de contaminar la calma del tablero con una amenaza invisible.

Capablanca, en cambio, jugaba como un agua aún más cristalina, pero sin una sola gota de veneno. Su estilo no necesitaba artificios. Era transparencia absoluta. Las piezas seguían una lógica tan limpia que parecía anterior al propio juego. No engañaba, no provocaba: simplemente demostraba.

La escena detenida en el tiempo

La imagen de ambos frente al tablero no captura una partida, sino una revelación. Capablanca contempla las piezas con una serenidad que no necesita adornos. Su mirada no es arrogante: es irrevocable. Lasker, con la mano suspendida sobre el tablero, parece buscar una fisura en algo que ya es perfecto. En esa tensión silenciosa se resume todo el match.

Cada partida era una lección pública sin palabras. Nada de fuegos artificiales. Nada de golpes espectaculares. Solo una acumulación metódica de pequeñas ventajas que, sin ruido, se volvían irreversibles.

El resultado que flotaba en el aire

El marcador final de 4 victorias a 0, con 14 tablas, no fue un accidente ni una concesión a las circunstancias. Se sintió, más bien, como una ley de la naturaleza que se iba revelando lentamente. Cada victoria de Capablanca era una puerta que se cerraba. Cada empate, una cuerda más que apretaba el dominio.

No hubo violencia. Hubo inevitabilidad

Las victorias en la quinta, novena, undécima y decimocuarta partidas no fueron explosiones tácticas, sino desposesión progresiva. Lasker no cometía errores groseros: simplemente se quedaba sin aire. El cubano no lo empujaba al abismo; le retiraba el suelo con paciencia quirúrgica.

El momento invisible de la rendición

Hubo un instante que no figura en las planillas, pero quedó suspendido en la atmósfera de aquella sala. El rostro de Lasker se endureció levemente. No era desesperación. Era comprensión. Comprensión de que no estaba siendo derrotado por un hombre, sino por el tiempo.

Al retirarse del match, dejó una frase que atravesó los años:

“Usted no me ha vencido como a un hombre, sino como a una época.”

Y en efecto, eso fue lo que vimos quienes viajamos hacia ese salón desde el futuro.

La proclamación silenciosa

Capablanca nunca dijo en voz alta “yo soy el verdadero campeón”. No necesitó hacerlo. Su mirada —fría, limpia, sin grietas— lo iba diciendo con cada jugada. No era arrogancia. Era certeza. La certeza de quien comprende el juego no como combate, sino como arquitectura.

Viajar en el tiempo hacia La Habana de 1921 es asistir al nacimiento de un nuevo idioma del ajedrez. Allí, el juego dejó de ser agua envenenada y se convirtió en transparencia absoluta.

No fue solo un cambio de campeón. Fue un cambio de naturaleza. Y el nombre de ese idioma —sereno, exacto, definitivo— fue José Raúl Capablanca.

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