(Tomado del muro de Facebook de Jorge Fernández Era)
La Habana.- Hace unos días, en mi post «Los altos cedros no van a Marcané», mencioné una entrevista que le hice en 1999 a Pepecito Reyes —«Pepesito» en varios sitios y publicaciones—, un pianista que hoy duerme en el olvido y ocupa un sitio muy alto en la música cubana.
Otro Pepe, de apellido Vázquez, mi jefe en el Instituto Cubano de la Música, me embulló con la idea de realizar una serie de entrevistas a varios ancianos desperdigados por el país de los que nadie se acordaba. La de Pepecito fue la primera, y solo pude hacer una segunda —al tamborero trinitario Pablo Pablos, la publicaré si la encuentro—, pues meses después asumí como editor de Cartelera de La Habana en el Ministerio de Cultura y no tuve tiempo para más.
Pepecito Reyes conversó conmigo en su casa de Palma Soriano. Tenía 83 años. La edad no le impidió pasearme por el pueblo. Quería me quedara unos días para oírlo tocar con Los Rítmicos de Palma, pero estaba a full con el trabajo. Nunca volví a ver a ese anciano extraordinario. Falleció en el 2011, fiel a su Palma, con 95 años.
«Los cuentos de Pepecito» apareció en la revista Tropicana Internacional cuando me fue otorgado el Premio de Periodismo 13 de Marzo, que me valió una semana en Topes de Collantes junto a mi entonces esposa y compartir una casona de ese centro turístico con Enrique Ojito (Premio Nacional de Periodismo 2020), su esposa e hijo, personas entrañables.
La entrevista es extensa, me pasé horas transcribiéndola. Vale la pena llegar al final para que gocen a Pepecito, con quien reí a más no poder y conversé de cosas que no caben en un post. Sirva de homenaje a los grandes de la música cubana, a Palma Soriano, y a Dianelis y Walter, profesores, amigos, hermanos santiagueros que hicieron despertar en mí este precioso recuerdo.
LOS CUENTOS
DE PEPECITO
Aunque sus pies no son los mismos de cuando se trasladaba de país en país, de ciudad en ciudad, de orquesta en orquesta, sus manos todavía tienen la tersura necesaria para, como afirma, espantarle siete buenas notas al más exigente auditorio.
Conversador y dicharachero, piropeador de buen gusto a cuanta hermosa mujer se le cruza en el camino, este anciano con sombrero me regaló una tarde el placer de oír por su boca la historia de su vida. De la que vendrá habrá que escribir cuando le dé la gana de morirse. Se dirá que le entusiasma encontrarse de tú a tú en el escenario con Guillermo Rubalcaba y Rubén González, en un concierto a seis manos que ya se anuncia antológico.
Los recuerdos se le enredan. Retrocede y acelera con una velocidad vertiginosa. Al final acepta atarme a su caprichosa memoria para que sus palabras conserven la magia del instante.
En una hora de conversación, interrumpida solamente por sucesivos cigarros de los que, como dice, no aspira el humo, pero le cuestan un dineral, pasan a la cinta los encuentros y desencuentros con grandes de la talla de Piazzola, Nat King Cole, Joseíto Fernández, Fajardo, Arsenio…
Aquí está Pepecito Reyes. Lo que sigue me lo contó y jura que no es cuento. Si no le cree, diga entonces que son habladurías mías.
—¿Qué dice su carnet de identidad en cuanto a nombre y apellidos del portador y fecha de nacimiento?
—José Reyes Núñez. Todo el mundo me conoce por Pepecito Reyes. Nací el 12 de agosto de 1916. Mi padre se llamaba José Reyes del Río y mi madre Apolonia Núñez. Papá era hijo de españoles y mamá de un indio puro de Cuba con una morena de Venezuela. Mi raza es una mezcolanza. Mestizo completo.
—¿La música le entra por los Reyes o por los Núñez?
—Por ninguno de los dos. Empecé a estudiar en La Habana a los once años con un maestro particular. Cuando hube avanzado me trasladé a la escuela de música de Rastro y Belascoaín. Allí terminé el piano. Más adelante gané una beca de estudios superiores en Estados Unidos, pero cuando llegué a Norteamérica empecé a tocar para vivir y me olvidé de los estudios.
—¿Hubo más músicos en la familia?
—Tengo un primo hermano que es pianista, vive en Nueva York, dos años mayor que yo. Es rico. No sé si habrá muerto, hace muchos años que no voy por allá.
Hay una cantante muy famosa que es prima hermana mía: Olguita Guillot, hija de un tío paterno. No la reconoció nunca, por eso lleva el apellido de la madre.
De mis trece hijos parece que ninguno va a ser músico, porque solo uno, que es campeón nacional de kárate, cinta negra, tercer dan, toca bien el piano, pero no le gusta. Lo de él es la lucha cuerpo a cuerpo. Un fenómeno de karateca, pero ¿pianista?, qué va.
—En el Diccionario de la Música Cubana de Helio Orovio hay un Pepe Reyes que nació en Santiago de Cuba y se destacó como intérprete en las décadas de los treinta y los cuarenta. ¿Lo conoció?
—Vine a conocerlo en La Habana, cuando se mudó la CMQ, situada con anterioridad en Monte y Suárez, para M y 23. Estaba en pleno apogeo como cantante René Cabell, a quien por apodo le decíamos «René Cabezas».
Buen cantante el Pepe Reyes ese. No se llamaba Pepe Reyes, sino Lolo No-sé-qué-rayos. Hubo otro, de apellido Montero, que cantaba con Roberto Faz, medio lisiado de una mano, que también se puso Qué-sé-yo Reyes. Les gustó el apellido Reyes, a unos cuantos les pasó igual. Pero Reyes legítimo, yo; Pepe Reyes, yo; pianista, yo.
—¿En qué barrio y ciudad nació?
—En Campanario entre Peñalver y Condesa, Los Sitios, La Habana.
—¿Tocó con mucha gente?
—Empecé a tocar en La Habana a los dieciséis años, en una casa de comida española que se llamaba El Patio, en Prado y Genios. Después de darme a conocer estuve con Arsenio Rodríguez, con la orquesta Ideal; con la Happy Happy, de Eulacia Romeu; con Joseíto Fernández, diecisiete años; con la Orquesta de Fajardo…
Cuando vine para Oriente fui director y administrador durante años de la orquesta de Pancho el Bravo. Luego trabajé con los Rítmicos de Palma durante mucho tiempo. Tras un viaje a Checoslovaquia me retiré. Pero no podía estar sin tocar el piano y volví a las andadas. Empecé otra vez en un cabarecito de aquí llamado Río Club. Ganaba buen dinero. Entonces me metí en el conjunto Supremo, de Palma Soriano también, que existe aún.
En una ocasión en que estaba en Puerto Padre, Iván Bychicó, director de la orquesta Estrellas de la Charanga, me llama por teléfono y me dice: «Pepecito, ¿tienes pasaporte vigente?». «No». «Bueno, prepara fotos y ven para acá, nos vamos a México». Entré en Estrellas de la Charanga, en ese viaje a Cancún. Luego fuimos a la Guayana Francesa, a Haití dos veces, a Francia, Grecia, Portugal. Hemos caminado un poco. Con Estrellas de la Charanga pienso estar hasta que me muera, si no me bota antes Bychicó.
—Cuénteme de Arsenio.
—Con él estuve poco tiempo. Arsenio era tremendo, tenía un carácter… Era terrible con el dinero, era la candela. Pagaba muy poco: un pesito, dos pesitos. No duré ni un año con él, ¡qué voy a durar un año! Rápido me fui. Tenía que mantener a mi familia, imagínate tú. Tocaba sábado y domingo en matinés: en el salón Mamoncillo de La Tropical, en La Polar, en varias sociedades (Curros Enríquez, Los Melones…). Después de eso, dos pesitos, tres pesitos… Me dije: qué va, tengo que buscar otra cosa. Entonces me metí en los cabarets de las playas: en el Pensilvania, en el Panchín… Hacía también grabaciones de radio.
—¿Ya estaba con Joseíto Fernández?
—No. Con Joseíto entré estando en el Pensilvania. Llegó un hermano de él que ya murió, Froilán Roque, le decían Puchungo, fue cantante de la Riverside. Me llevó donde Joseíto, que ya tenía el programa «Sucesos en Cuba», a las tres de la tarde por la CMQ. En aquella época yo vestía un pantaloncito estrecho abajo, ancho arriba, y un sombrero con una plumita de pavo real. Cuando Joseíto me ve se asusta: «Yo no quiero a ese hombre aquí, es un bandido». Puchungo trata de convencerlo, y Joseíto decide que me siente al piano. Lo hice con desgano.
—Y quedó sellada su participación en la «Guantanamera».
—Sí. Cuando termino de tocar la «Guantanamera», le digo: «Óyeme, Joseíto, esto está muy frío así, compadre». «¿Qué tú pretendes?», me dice. «Hacer una introducción y un final». Yo oía el punto guajiro, inventé la introducción para la «Guantanamera». Cuando culmina la última décima, aquello seguía muerto, con un final muy seriecito. «¿Qué tú harías?», me pregunta, y se me ocurre un cierre. Entra la frase «Guantanamera, guajira guantanamera», pero ya al final, porque antes, a partir de aquel día, Joseíto exclamaba: «Pepecito, dile algo al público de Cuba». Yo floreaba con el piano, y venía el final que inventé con Joseíto. Esa es la historia.
—Tan aventurero que era, tuvo que significar mucho Joseíto Fernández en su carrera para durar diecisiete años con él.
—Claro. Te explico: él tenía además un programa con Amado Trinidad en la Cadena Azul. Llego allí al otro día y Joseíto me sienta en el piano y saca una libreta de danzones. La orquesta tocaba y se estaba transmitiendo, ni me acuerdo qué números. Da la entrada el flautista, Fausto Mercado, que era el director. Empezamos a tocar danzones. Me pidieron un solo de piano. Lo hice. Otro danzón más. Luego me sacan una libreta de boleros de Joseíto y se los acompañé como creo nunca lo había acompañado nadie, a primera vista. Joseíto le dice al director: «Oye, Mercado, el director de esta orquesta a partir de hoy es Pepecito Reyes». El tipo se incomodó y se fue. Yo me quedé con Joseíto y él conmigo durante diecisiete años.
Era un perfecto caballero, un hombre cabal. Quería mucho a su madre, era humanitario, un hombre sin tacha. Dadivoso, espléndido, todas las cualidades juntas. Como él he conocido muy pocos. Fue bueno conmigo, me quiso mucho. Al principio no le caí bien, pero después decía que yo era su hermano más chiquito.
—¿En qué circunstancias termina con Joseíto?
—Se cae el programa de Cadena Azul y con él la «Guantanamera». Estaba José Antonio Fajardo sin trabajo. Después tuvo tres orquestas en La Habana. Fui a buscarlo, era mi amigo. Me anuncia: «Vamos a hacer una orquesta: Fajardo y sus Estrellas». Tuvo una en el Cinódromo con las carreras de caballos, y otra para el cabaret Tropicana, donde trabajaba fijo. En eso construyen el hotel Habana Hilton. Cuando van a inaugurarlo, el gerente, que era español, llama a Fajardo y le dice que vaya para allá con la orquesta. En esos tiempos venía periódicamente la Aragón desde Cienfuegos a tocar en La Habana, Jorrín había sacado «La engañadora». Dejamos a la Aragón en lugar de nosotros en Tropicana y fuimos para el Hilton, quedaba más cerca. Estuvimos allí un tiempito y seguimos para Venezuela y Estados Unidos. Cuando llegamos a Estados Unidos nos presentamos en el teatro Palladium, de Nueva York, donde tocaba Piazzola.
—¿Astor?
—Quién si no. Piazzola ensayaba con la orquesta, pero sin pianista. Le dicen que había llegado una orquesta de Cuba. Le pregunta a Fajardo si yo podía tocar con él. Era una orquesta grandísima. El primer número que hace es «Concierto en Tangolandia», más difícil que el diablo, todo a piano. La orquesta acompañaba, yo tocaba. Se la disparé completa. Después una pareja de bailarines, la de Teddy Phillips, que bailaban música brasileña, tico-tico, a una velocidad espantosa. También se lo toco. Piazzola me dice: «No te vayas». Me invitó a un champán, lo más grande que él consideraba como invitación. Entre trago y trago me pregunta qué hacía en esos días. «Toco de jueves a domingo con Fajardo. Lunes, martes y miércoles estoy libre». «Esos días los tendrá siempre ocupados conmigo».
Me presenté con él en muchos conciertos, en barcos y en Nueva York, donde ya era famoso. Fajardo se figuraba a veces que yo estaba en esa ciudad y resulta que andaba con Piazzola por Boston, Chicago, Filadelfia y otros estados. No tenía más remedio que aguantar tocando «Ritmo de polllo», no sabía otra cosa. Hasta que yo llegara.
—En Nueva York conoce a Nat King Cole.
—A Nat King Cole lo conozco porque me lleva mi primo a un bar, el Metrópolis, en 5ta. o 7ma. Avenida, no recuerdo bien. Allí se presentaban grandes pianistas, saxofonistas, bateristas, bajistas… Era chiquito aquello: mostrador y escenario con piano, bajo y dos baterías. Pedimos dos cervezas y nos sentamos cerca. Sube un moreno al piano: Johnny Guarnieri, un hombre grandísimo. «Coño, esto es un fenómeno». Más tarde viene Nat King Cole. Ni siquiera lo había oído mencionar. Ya me había tomado cuatro cervezas: si tocan estos, voy a tocar yo también. Subí al piano. Me sabía unas cuantas melodías norteamericanas, las toqué a lo cubano. Volví loco a Nat King Cole. A partir de ese momento fuimos amigos. No me dejaba descansar. Iba a buscarme todos los días. Amanecía tocando con él, era fiestero.
Cuando dejé a Fajardo a causa de un disgusto, toqué de forma más seria con Nat King Cole, hasta que me fui a Brasil. Estuve allí un tiempo, luego otro poquito en Caracas hasta mi regreso a Cuba, de donde no me moví más hasta volver con Fajardo, esta vez a Japón. Allí me disgusto de nuevo con él y regreso a Estados Unidos, donde estuve por diez años. Yo era joven y loco, caminaba para donde quiera, aunque siempre regresaba a Cuba.
—En entrevista realizada por Félix Contreras para La Gaceta de Cuba (julio-agosto de 1999), Tito Gómez plantea que ya no se hacen solos de piano tipo Peruchín, Rubén González, Lilí Martínez, Lino Frías, Robertico Álvarez… Lo dejó fuera.
—Rubén González, buen amigo mío, sabe que en Cuba hay que contar con Pepecito Reyes. Él trabajaba conmigo todos los días en Habana School, una academia en Galiano y San José, él con la orquesta de Morejón, yo con la Gloria Matancera. Rubén estudiaba Medicina y yo Ingeniería. Los dos seguimos en la música: ni él se hizo médico ni yo ingeniero. Cuando Rubén tenía clases en la universidad me decía: «Pepecito, voy a tocar hoy de nueve a doce y después tú sigues. Él se iba y yo tocaba con las dos orquestas».
Peruchín decía que el único pianista que respetaba en Cuba era a mí. Trabajamos juntos en el Cabaret Nacional, en los bajos de San Rafael y Prado, yo con el grupo del cantante René Álvarez, él con la orquesta.
Es una inmodestia, pero hay que contar conmigo.
—Usted es habanero. Sin embargo, lleva veintisiete años en Palma Soriano. ¿Qué tiene este pueblo para atraparlo así?
—Que me casé con una palmera. Me enamoré estando en la orquesta de Pancho el Bravo, y aquí estoy. Con ella tuve tres hijos. El mayor tiene treinta años, el más chiquito veinticinco. Yo me la había llevado para La Habana, pero la casa era muy reducida. Empezaron a nacer los muchachos, ella vino para acá. Me pasaba quince días aquí y quince en La Habana. Se presentó la oportunidad al irse el pianista de Los Rítmicos de Palma, y vine definitivamente. Una emigración al revés.
—¿A quién le hubiera gustado acompañar al piano?
—A Nelson Ned. Estoy loco por decirle que antes de morir quiero tener el honor de acompañarlo en una canción. Quedaría encantado. Como guarachero quisiera tocar con Oscar D’León. Sueño acompañar a los dos antes de morirme.
—Cubano, ¿ninguno?
—A los cubanos los conozco y los he acompañado, sobre todo a los boleristas, me gusta el bolero. De los nuevos, esos que tocan la salsa, no. No me gusta dar opinión sobre eso. Yo me especializo en tocar la música tradicional (danzón, bolero, chachachá, son…), y estas gentes tocan una clase de música que a mí la verdad no me agrada. La salsa es una mescolanza. Utilizan mucho los metales. Yo he tocado junto a violines, cello y flauta, con el piano como instrumento principal, jamás en la vida me preocupé por otra cosa.
Cuando estuvimos en La Habana, alternamos con NG La Banda, una gran orquesta, pero no entendí su música. Buenos músicos, repito. El Tosco es un gran flautista, hizo un dúo con la trompeta que fue un fenómeno. Ahora, si me preguntas, no los entendí. Las letras de antes tenían un mensaje, un sentido. Tú, que eres periodista, tienes que haberte fijado. Las de ahora no dicen nada.
Hay que oír los boleros de antes: «La gloria eres tú», «Novia mía», «Contigo en la distancia»… Letras maravillosas, con un mensaje completo. Ahora cuesta trabajo introducir de nuevo el bolero, porque está muy metida en el ánimo de la juventud la música «bum bum» y toda esa cosa extraña. Hoy le tocas a los muchachos un danzón y se quedan así, con los brazos cruzados, no saben que se interpreta música oriunda de este país, la verdadera música cubana. Pero ¿qué puede decírseles?
—Alguien expresó que «El secreto de una vejez feliz es conservar intacta la inmadurez de la juventud». ¿Está de acuerdo?
—Lo estoy. Soy un viejo, pero mis reflejos son los de un joven. No pensé llegar al 2000, sino sobrepasarlo con creces. Quiero nada más tener diez años menos. Compay Segundo tiene más que yo y mira cómo está.
—Compay Segundo y usted tienen algo en común: no se quitan el sombrero.
—Lo he usado toda la vida. Sin sombrero me siento mal, me siento desnudo. Tengo unos cuantos. En invierno uso los de paño, en verano me los pongo de pajilla. Y muchas boinas, como las que me viste en la televisión.
Dejé de usar traje hace unos veinte años, aquí en Oriente hace mucho calor. Me los pongo solo en ocasiones. La orquesta mejor vestida en La Habana era la de Pancho el Bravo. Nos mandábamos a hacer la ropa en la Casa Brumell, en San Rafael y Águila. Teníamos un zapatero oficial en 26 y 32, Nuevo Vedado.
—¿Su vista cómo anda?
—Para lo mucho que leo, bien, pero debo usar lentes de gran aumento. Ya no puedo manejar. A veces amanezco leyendo el periódico sin espejuelos. Hoy no fue de esos días.
Cuando me inspiro tengo que escribir y hacer los arreglos. Todos los danzones de Estrellas de la Charanga son arreglos míos. Fíjate que, antes de morir Félix Reina, hubo aquí un encuentro de charangas y tocamos un danzón de él: «Angoa». Cuando sintió la improvisación preguntó quién había hecho aquello y le dijeron: «Pepecito».
—¿Se precia de tener buena memoria?
—Todavía recuerdo detalles de mi juventud, de cuando era un muchacho. Me pongo a rememorar y lo atrapo todo. Yo tomé eso que dicen que es para rejuvenecer el organismo… Nueve sobres de PPG, ciento ochenta pastillas. Me puse delgado. Dicen que es para levantar, pero no es mi caso, los órganos míos son los de un hombre joven. Todos: la vista, la memoria, la qué-sé-cuánto…
—Lo pongo a prueba: ¿cuál fue la primera pregunta que le hice?
—Ahora sí me cogiste.
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