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Por Max Astudillo ()
La Habana.- Lo llevan a Guantánamo, a ese polvorón donde hasta el aire parece tener sed, y montan el número de siempre. Un centenar de militantes, seguramente comprados con una bolsa de aceite o unas libras de arroz que robaron de la ayuda para los damnificados, puestos ahí como tristes figurantes en la obra de teatro más patética del Caribe.
Se les ve en los ojos vacíos, en la boca que repite sin convicción: «pa’lo que sea Canel, pa’lo que sea». Es el lema perfecto para un títere: está dispuesto a lo que sea, menos a gobernar con decencia.
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Mientras, las de siempre, esas que deben tener un cursillo rápido de éxtasis revolucionario pagado en CUC, se erizan y forcejean por tocar la gabardina del elegido. La misma coreografía de hace un año en Granma, cuando tres mujeres casi eyacularon de la emisión revolucionaria al verlo. Es el mismo esperpento, solo que con más miseria de fondo. Dan ganas de preguntarles si ese arrebato se lo pagaron con una libreta de abastecimiento o con la promesa de no llevarse a su hijo para una sesión de «interrogatorio».

Este es el colmo del cinismo, la confesión final de un régimen que ya ni siquiera puede fabricar un carisma ficticio. Díaz-Canel llega a una provincia devastada por los huracanes, con la gente viviendo bajo plásticos y comiendo basura, y su gran solución es pasearse como un Elvis tropical de pacotilla rodeado de aplaudidores profesionales. Es el espectáculo más triste: el del poder que ya no puede ocultar su putrefacción.
Detrás de este ridículo montaje está el miedo. El miedo de la nomenklatura castrista a que se les caiga el muñeco que puso Raúl Castro. Lavarle la cara a Díaz-Canel es el último intento de este círculo de hampones por mantener la farsa. Saben que si él cae, se les cae el chiringuito a todos. Por eso lo pasean, lo aplauden, lo visten de líder. Pero por más que lo intenten, no pueden esconder el olor a fracaso y a viejo que emana de este proyecto.

No hay un cubano digno, que no tenga la conciencia manchada por el robo o la cobardía, que pueda bendecir a esta marioneta. Incapaz de resolver los problemas de los damnificados, de los que huyeron por el Mariel, de los que hacen cola para un pollo. Incapaz de todo, excepto de recitar los discursos que le escriben y de sonreír para la foto con sus secuaces. Es el presidente impuesto por el miedo, sostenido por la mentira y abandonado por la gente.
Al final, lo de Guantánamo no es más que la confesión de una cleptocracia que se ahoga en su propia mediocridad. Que sigan con sus aplausos comprados y sus éxtasis fabricados. El pueblo ya no cree en ese circo. Solo espera el día en que el último «pa’lo que sea» se lo lleve el mismo viento que se llevó la poca vergüenza que les quedaba a los que hoy ríen en primera fila.