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Por Dean Luis Reyes ()
La Habana.- Uno no debería quedar mudo ante la muerte de gente querida y admirada. Pero las palabras a menudo no sirven para explicar el tamaño moral de un ser humano.
Livio Delgado era un tipo sin trastienda, al que quise de forma instantánea. De la gente naturalmente talentosa del cine del ICAIC, lejos de aquellos que se consideraban elegidos pese a su mediocridad absoluta.
Para mí, él es, junto a Nelson Rodríguez y Raúl García, de la gente más hermosa del cine cubano.
Fuimos jurados de un festival hace mucho tiempo. Jamás olvidaré todo lo que aprendí con Livio. Lo que me contó entonces sobre el destino de Bernabé Hernández fue esencial. Me ayudó a entender cómo era aquel mundo del «viejo ICAIC». Alguna gente glorifica ese mundo sin mediaciones.
Su admiración por Nicolás Guillén Landrián era absoluta, como enorme fue su contribución testimonial para el rescate de su figura y cine.
Livio era un ejemplo del mundo moral de una Cuba remota. Esa Cuba se perdió entre obsecuencia. Se perdió por hacer mutis para no buscarse problemas y miedo, mucho miedo. Además, había esta inexplicable obediencia a los mandantes.
Con él se me muere para siempre una época. En esa época, el cine en lo que fue Cuba todavía significaba entender el país complejo. Además, no había que agradar a ningún militante de la desidia.
Lo voy a recordar metido en las aguas del Toa. Allí medía la luz para retratar a Ociel y a los campesinos anónimos. Ellos no sabían, no entendían. Sin embargo, eran amados a través de su mirada.
Hoy en mi aula podemos amarlos también gracias a como los miró.