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Por Jorge Fernández Era ()

La Habana.- El 6 de abril de 2023, en operación comando, un grupo de intrépidos combatientes del Ministerio del Interior realizaron una detención que quedará en los anales de la historia como una de las acciones más temerarias realizadas sobre suelo patrio: el reducir a la obediencia y trasladar hacia la unidad de la PNR de Aguilera a un ciudadano de 60 años con alto índice de peligrosidad.

El legajo de delitos cometidos por este individuo antes y después de los hechos es tal, que la Fiscalía General de la República no ha podido aún, tras dos años y a despecho de lo que dictan las leyes, cerrar un expediente judicial que algún día lo llevará tras las rejas para que culmine entre ellas su oprobiosa vida.

Comoquiera que el proscrito amenaza con radicalizar sus protestas si no le retiran de inmediato las medidas cautelares de «Prisión domiciliaria» y «Prohibición de salida del país», Facebook tiene a bien reproducir el post que publicara el susodicho Era horas después de los sucesos que se describen, con el fin de que la ciudadanía esté en guardia ante su presencia y se cuide de no hacerle el juego de reír sus gracias.

El post

Ayer, jueves 6, alrededor de las 10:30 de la mañana, alguien llamó a casa preguntando por un tal Ignacio. Mi esposa atendió el teléfono y le dijo que estaba equivocado. Un rato después repitió la llamada, y Laide, esta vez molesta, le espetó que había hablado claro.

Se hizo firme la convicción de que nos chequeaban. Hacía solo cuatro días de que La Joven Cuba publicara la columna-caricatura más mordaz de esa revista, y dos de que Ian Padrón sacara al aire su «Derecho a Réplica» dedicado a mí.

Los represores necesitaban saber si yo estaba en casa. Así que salimos a las 12:15 p.m. rumbo al Vedado con ojo visor. En la esquina de Flores y Zapotes cuatro individuos conversaban con dos insustituibles Suzuki al lado.

Nos hicimos los tontos y caminamos por Zapotes en busca de la Calzada de Diez de Octubre. En las entrecalles de San Indalecio y Rabí nos llamó desde atrás un amigo, lo saludamos, preguntó si podía acompañarnos y respondimos que sí.

No habíamos adelantado ni cinco metros cuando aparecieron cuatro motos, tres con policías uniformados y una con un fornido vestido de civil. Nos conminaron a detener la marcha. Quien con posterioridad se presentó como jefe de sector del Consejo Popular Tamarindo pidió el carné de identidad.
Accedimos.

Mientras otro se alejaba con nuestras identificaciones para «pasarnos por el registro», me quejé: «Lamentable que, habiendo tantos problemas en La Habana, cuatro policías soliciten los carnés de tres personas, cuando con uno solo basta». Discutimos hasta que regresó el registrador. Devolvió los documentos de mi esposa y del amigo, y se dirigió a mí: «Usted está circulado, tiene que acompañarnos».

«No hay problema», contesté. «¿Se opone a que lo traslademos en moto hacia la unidad de Aguilera?». «Para nada, siempre que el chofer maneje bien». «Tenemos licencia de conducción de primera categoría». Me colocó el casco y me invitó a abordar la primera de las motocicletas. Aquello parecía la inauguración del Carnaval: carroza delante —delincuente y captor viajando unidos— y tres escoltas detrás.
Arribamos a la unidad de la PNR. Me condujeron a la escalera perfectamente enjaulada que va hacia los calabozos. Allí me tuvieron —calculo yo— cuarentaicinco minutos, siempre de pie y en una esquina, a pesar de la cercanía de un banco. Conversé mucho con el jefe de sector de Tamarindo.

Intercambiamos sobre la situación social de Santos Suárez —marxismo-leninismo incluido: «El hombre piensa como vive»— y sobre la casualidad de que en los dos primeros años de mi niñez senté tierra junto a mi hermano y mis padres —maestros voluntarios— en el caserío de Mameyal, del municipio guantanamero de Puriales de Caujerí, territorio conocido por mi oyente.

De Calabozo Arriba me reubicaron en salón cerrado, con butacas que ni el rey Arturo. Me hundí en una y entró un joven policía vestido de civil, quien se sentó en otra. «Me mandaron a cuidarlo». «“Cuidarlo” es palabra fuerte. Me han requisado, no poseo objeto filoso alguno. Estoy detenido en una unidad con decenas de agentes armados. La palabra adecuada es “acompañamiento”».

«Tiene razón. ¿Y por qué está aquí?». «Eso deben aclararlo ustedes». «¿En qué trabaja?». «Soy periodista, editor y escritor». «Si usted supiera: escribo poesía desde hace años, no me he atrevido a enseñársela a nadie». Una hora pasé regañándole por no confiar en sí mismo. «Debes sumarte a un taller literario, en todas las Casas de Cultura los hay. Si no existiera en tu municipio, puedes llegarte al del Cerro. Mi esposa es la especialista, le dices que yo te recomendé».

Mi itinerario concluyó en la oficina de Eivesgney Vilarte, chapa 10034, primer teniente y segundo jefe de Procesamiento del Delito. Sobre la mesa, un pisapapeles reza: «En una sociedad, el de más condición es el que mejor la sirve / José Martí», junto a otra frase contundente: «Elogio a la virtud».

Con el bardo como testigo —trastocado en «instructor principal» de mi caso—, y el apoyo del policía 10160, Vilarte da lectura a la denuncia 25278/2023 formulada contra Jorge Fernández Era por los delitos de denegación de auxilio y desobediencia, contemplados en los artículos 145 y 147 del Código Penal.

«A tal efecto, se le impondrá una multa de 3000 pesos por no asistir a las dos citaciones que se le hicieron con anterioridad. Si no la paga, su caso será trasladado a Fiscalía con el fin de abrirle una causa penal.

Podría imponérsele medida cautelar de prisión provisional, reclusión domiciliaria, fianza en efectivo u obligación de comparecer a nuestra unidad».

Pregunté cómo se comía que se me multara en medio de un proceso de reclamación emprendido por mí desde el 30 de enero ante la Fiscalía Provincial, la Fiscalía Militar de la PNR, la Fiscalía Militar General de Minint y la Contrainteligencia —en orden de peloteo— por nulidad de citación, y del cual no se tienen resultados.

«Se supone que, hasta que no se informe el veredicto, exista presunción de inocencia tanto para los acusados como para el acusador, que soy yo. Le digo más: tengo diez días para llamarme a capítulo, arrepentirme de mi proceder y acudir a Diez de Octubre y Lagueruela a donar 3000 pesos».

Arremeto contra la flagrante violación de la Ley de Proceso Penal, la de Símbolos Nacionales y la de Secreto Militar que significa la citación emitida con tachaduras, ignorancia de nombre y segundo apellido del «entrevistador», cuba y minint en minúsculas, y un reverso donde figura una imposición de medida cautelar de prisión provisional contra un sujeto que «se robó un conejo de ojos rojos y un gallo criollo carmelita».

«Como es de presumir, ante la denegación del recurso por parte de Fiscalía, la unidad de Aguilera hará un análisis exhaustivo e impondrá medidas ejemplarizantes a los responsables de semejante proceder, ¿no?».

«Se equivoca. Nos atendremos al veredicto de la Fiscalía Militar General del Minint».

Llamada por el primer teniente se persona una joven a la que el primero le pide llene la multa que ha de imponerse. «¿Pa qué? Con lo que he oído le aseguro que se negará a pagarla». «¡Exacto!», agrego yo. Eivesgney jala por el bejuco y pregunta a su superior qué hacer con el «imputado». Respuesta: «En vista de que se niega a pagar la multa, se le impone medida cautelar de prisión provisional. Redacto en breve».

Mientras lo hace, leo en un afiche —foto y fragmento de discurso de Fidel Castro situados en la pared de enfrente— lo siguiente: «Esto no quiere decir que alguien tenga derecho a agredir a un policía. Nuestros policías deben ser fuertes, jóvenes, capaces de defenderse. Que sepan echar esas llaves que aparecen los domingos por la televisión y sepan manejar el kárate, el taekwondo, bien preparados físicamente».

Son las cualidades que admiré en el fornido enviado a Zapotes. Un detalle aguza mi vista: la palabra que designa al arte marcial de las patadas está mal reproducida: «taekwando». Llamo la atención sobre el particular y el rapsoda busca de inmediato en Google. «Pues sí, es con “o” intermedia». Eivesgney Vilarte levanta la vista y exclama: «¡Tremenda pincha la de editor!». «Es lo de menos —invoco—. Esa errata mancilla la figura del máximo líder».

Me tienen hora y media en el recibidor. No profiero súplica alguna. No pido agua ni café, tampoco se me brinda. Preocupado por el tiempo que llevo sin comunicarme con mi esposa —y viceversa—, pregunto la hora: «Cinco y diez», me responde una señora. Entro de nuevo a la oficina e indago con el segundo jefe de Procesamiento del Delito si existe la posibilidad de comunicarme por teléfono con ella. «No hará falta. Ya usted se va. Espere».

Mientras tanto —de esto supe minutos más tarde al salir de allí tras cinco horas de encierro—, en las afueras de la PNR de Lawton cuatro personas —Laideliz, Hall, Raymar y un muchacho amigo mío en Facebook que no me conoce personalmente, pero acude a echar suerte con nosotros— ocupan sentados la acera y se juran permanecer las veinticuatro horas esgrimidas por los uniformados de Recepción como límite para mi estancia en el hotel Barrote.

La que se armaría de seguirse haciendo explícita la solidaridad es la explicación para tamaña generosidad de hacerme pernoctar en casa.

El postre llega con diligencia. Eivesgney se despide y me suelta con una muchacha que luce un hermoso pulóver diseñado por el enemigo. Esta me anuncia que se ha decidido sustituir la medida cautelar de prisión provisional por la también medida cautelar de «prohibición de salida del país» mientras no se pronuncie la Fiscalía Municipal sobre mi estatus penal.

Sufrí, lo acepto, no porque se me niegue en lo adelante constatar lo mal que anda el resto del mundo, sino porque de ahora para ahorita he pasado de ser un periodista que —dice la Uneac— «escribo artículos agresivos contra los dirigentes de la Revolución», a un intelectual «regular».

Epílogo: mientras sucedía lo que aquí narro, y ante el anuncio etiquetado de Laide de que me habían conducido a prisión, se generó un movimiento masivo que reclamó la puesta en libertad de Era. Su punto más alto y digno fue mi admirada y querida hermana Alina Bárbara Hernández, quien, en la ciudad de Matanzas, se dirigió al Parque de la Libertad a exigir mi inmediata liberación y fue vejada cobardemente por tres agentes del desorden.

A ella, y a los miles de personas que se han pronunciado en las redes contra el atropello de que he sido víctima, un abrazo grande. Les llega con el convencimiento de que ni la prohibición de salida de la Isla, ni la prisión provisional, ni la reclusión domiciliaria, ni la fianza en efectivo, ni la obligación de comparecer, ni la cárcel misma callarán mi grito por esta Cuba de Alina, Hall, Raymar, Laideliz, ellos, ustedes, yo.

Y como todas no pueden ser malas noticias para los primeros tenientes Manuel y Vilarte, el mayor Viera y el oficial del Cuerpo de Bomberos que me tocará en suerte en la cuarta vuelta, les informo que, desde que incursionaron en mi existencia, vivo ojeroso, sufro de palpitaciones y duermo a base de antirrepresivos.

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